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Terrae Antiqvae

El Teatro Romano, símbolo del esplendor de Gades

El Teatro Romano, símbolo del esplendor de Gades Foto: Teatro Romano de Cádiz

Cuenta Estrabón que los gaditanos en un principio vivían en una ciudad muy pequeña; "más Bálbos el Gaditanós, que alcanzó los honores del triunfo, levantóles otra que llaman Nueva; de ambas surgió Didym, cuyo perímetro, aunque no pasa de veinte stadios, es lo suficientemente grande para no sentirse agobiada de espacio". Y así se inició la construcción de la Neápolis y la de un teatro que, actualmente, está considerado como el más antiguo y de mayores dimensiones de Hispania, después del de Córdoba. Todo un ejemplo del esplendor que vivió Gades en la Antigüedad clásica.

El Teatro Romano de Cádiz surgió "dentro de los planes urbanísticos de una familia gaditana, los Balbo, en su intención de dotar a su ciudad de importantes edificios públicos, a imitación de su capital, Roma", cuenta el arqueólogo Ángel Muñoz Vicente. Los Balbo proyectaron ampliar el antiguo asentamiento fenicio construyendo otro nuevo junto a él. Este núcleo urbanístico es conocido como Neápolis, y de él se conocen, además del teatro, numerosos restos urbanos excavados en los últimos años. "Igualmente tenemos noticias de la existencia de otro importante edificio público, el anfiteatro, en el barrio adyacente al Pópulo, el de Santa María, en las cercanías de las actuales Puertas de Tierra", apunta Muñoz, para quien el Teatro Romano es "uno de los pocos edificios antiguos de nuestra Península que cuenta con referencias directas de los autores importantes de la época. Así, Cicerón, refiriéndose al mandato político de Balbo en Cádiz, alude a ciertos usos del edificio por este personaje en beneficio propio".

Si los restos del anfiteatro fueron visibles al menos hasta el siglo XVI –su perímetro aparece representado en un grabado de esa época– el Teatro, por el contrario, estaba ya cubierto, o sus estructuras reutilizadas e integradas en la villa medieval erigida por Alfonso X en el siglo XIII. Y aunque desde el siglo XVIII existen referencias a subterráneos en la zona –sin duda relacionadas con algunas de las galerías del monumento, y que hablan de pozos que permiten acceder a una rotonda con asientos de mármol– hubo que esperar a octubre de 1980 para que, de una manera inesperada y casual, afloraran los restos del Teatro.

Porque la casualidad hizo que los sondeos arqueológicos encargados por el Ministerio de Cultura al entonces director del Museo de Cádiz para delimitar la zona de expropiación para descubrir la alcazaba medieval deparara el hallazgo del monumento romano. Posteriores sondeos permitieron localizar las gradas superiores, y, poco a poco, se excavó un tramo de la galería y del graderío. Hoy, del Teatro Romano perduran un buen número de filas de gradas de la summa cavea y la mayoría de las correspondientes a la media cavea, y se han documentado las gradas inferiores y parte de la orchestra. Hormigón romano, mortero de cal con piedras y un revestimiento de cal son los materiales con los que se construyó el monumento.

Ángel Muñoz indica que el sector superior de la summa cavea ha desaparecido tanto por la utilización de sus materiales para construir inmueble en la época medieval como por la propia acción del mar. Pero junto a este sector socavado se ha conservado "excepcionalmente", dentro de otras construcciones, un tramo de muro curvo que corresponde a la fachada trasera del Teatro, "así como parte del entramado que sostendría el graderío y el inicio de un pasillo o deambulatorio tras la fachada".

Entre esta zona y la primera línea de gradas conservadas se observa también una hilada de sillares de piedra ostionera "que quizás corresponda a la pared lateral de mayor radio de una galería superior, perdida en su mayor parte al arrancar la misma desde la cota de suelo que hoy pisamos". Por el oeste, el graderío se adentra bajo el ábside de la Catedral Vieja, la Casa de Contaduría eclesiástica, la Posada del Mesón y la Casa de Estopiñán, que conserva restos en la planta baja. Y por el extremo oriental el graderío entra bajo la Guardería Municipal y, por consiguiente, bajo los cimientos del castillo medieval.

Un sondeo permitió en 1999 comprobar la existencia de otra bóveda paralela a la documentada en Estopiñán y permitía establecer la orientación del monumento y su diámetro: 120 metros.

Para Muñoz, el futuro del Teatro "pasa por un replanteamiento de la ordenación urbanística actual de un grupo de inmuebles de escaso o nulo valor arquitectónico e histórico" del siglo XIX, "cuyo derribo permitiría sacar a la luz el resto del edificio, pudiéndose visualizar totalmente la orchestra, el resto del graderío y la scaena del Teatro más antiguo y el segundo más grande de Hispania".

Teatros romanos en la provincia de Cádiz: los casos de Carteia y Baelo Claudia

La provincia de Cádiz por su especial situación geográfica, ha desempeñado un papel preponderante a lo largo de su historia. Su emplazamiento en el extremo occidental del Mediterráneo ha generado en estas tierras un continuo fluir de pueblos y culturas. Las huellas de ese devenir histórico que nos ha legado el pasado, las encontramos en sus restos materiales del que son buena muestra los miles de yacimientos de distintas épocas y características y los incontables objetos hechos por el hombre como respuesta a unas necesidades vitales.
El año 206 a.C. significó para Gadir y su entorno su incorporación a la órbita del mundo romano. Para sus ejércitos, no sólo significó el final de la Segunda Guerra Púnica, sino también el inicio de la explotación económica de la Península. El pacto firmado por la ciudad de Cádiz con la república romana permitió durante muchos años la continuación de las tradiciones y aspectos organizativos de época fenicio-púnica y al mismo tiempo la génesis de un momento de despegue económico y alza comercial.

Los teatros de Gades, Baelo o Carteia, son buenos ejemplos, no sólo de la continuidad del gusto por los espectáculos griegos, sino también el exponente material de la nueva política imperial, religiosa o propagandística.

Los teatros no son sino un elemento más de la exportación a las provincias del modelo de la Vrbs (Roma), fenómeno en el que las élites locales debieron tener un papel primordial como intermediarios entre sus ciudadanos y el poder central.

Ahora que tanto se habla del hormigón intruso en Baelo Claudia, en referencia al modelo constructivo de la nueva Sede Institucional del Conjunto Arqueológico, me gustaría comenzar estos comentarios sobre nuestros teatros, hablando de sus fábricas, precisamente en buena medida (sobre todo el de Gades) realizados con un mortero denominado "opus caementicium", conocido popularmente por el nombre de "hormigón romano". Para pesar de algunos el "hormigón" no es un intruso en Baelo, tampoco lo es en Carteia y ni mucho menos en Gades, es un mortero cuyos orígenes se encuentran a finales del siglo III a.C. en el Lacio y la Campania que tuvo gran difusión en el mundo romano por ser una técnica fácil y económica desde el punto de vista constructivo.

El teatro de Carteia (San Roque) está ubicado en la parte más elevada de la ciudad, como es habitual en este tipo de edificios, que en su construcción aprovechan la pendiente natural del terreno, al igual que los de Gades y Baelo. De él en la actualidad sólo se aprecian los muros en opus caementicium, donde se apoyaba la parte superior de las gradas (summa cauea), y la cimentación del escenario. Las últimas investigaciones realizadas por la profesora L. Roldán, basadas en el análisis de las técnicas constructivas, apuntan a un edificio erigido dentro del programa imperial de construcción de teatros en las provincias occidentales, en época augustea con desarrollo algo posterior bajo los julioclaudios.

Su esquema es muy sencillo con un único sistema de acceso a la parte superior del graderío, mediante una entrada que coincide con el eje del teatro, a la que se llegaría mediante dos rampas enfrentadas. Sus dimensiones debieron ser notables, ya que los 84 metros de diámetro de la cauea le sitúan por delante de los de Itálica, Saguntum, Segóbriga o Bilbilis y muy próximo a los 86 metros del de Emérita (Merida) y 87 del de Cartago Nova (Cartagena).

El teatro de Baelo Claudia (Tarifa), parece que fue erigido en época de Nerón o Vespasiano, aunque algunos investigadores, sin embargo, le atribuyen una cronología de comienzos del siglo I de la Era. Sus dimensiones de 67 metros de diámetro, le equiparan a los de Acinipo (Ronda), Segobriga, Olisipo (Lisboa) o Toletum.

El esquema de la cauea se organiza en tres sectores semicirculares concéntricos (maeniana), subdivididos a su vez en ocho cuñas (cunei), que se han transformado en dieciocho tras las obras de restauración llevadas a cabo en los últimos años y que a corto plazo habrá que corregir.

El sistema de acceso a las distintas partes de la cauea se realiza a través de siete entradas abovedadas practicadas en la fachada curva, que evitan la construcción de galerías bajo el graderío y constituyen a su vez una disposición original, respecto al resto de los teatros de Hispania.

El teatro de Baelo presenta un buen estado de conservación, circunstancia ésta que ha permitido definir con exactitud su planimetría. Su orchestra estaba separada del escenario (scaena) por el pulpitum que aparece revestido de mármol y estucos pintados al fresco con motivos florales. Sobre el mismo se situaban dos esculturas de silenos en mármol (hoy conservados en el Museo de Cádiz) que arrojaban agua a modo de fuentes sobre dos recipientes o piletas adosadas al pulpitum.

Su ubicación en la parte oeste de la ciudad, alejado de la zona central, responde a una clara adaptación al relieve, al ser esta zona la de mayor pendiente.

Por AIDA R. AGRASO/Ángel Muñoz Vicente, Europa Sur, 2 de mayo de 2005
Enlace: http://www.europasur.com/europasur/articulo.asp?idart=1242729&idcat=1240


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TEATRO Y SOCIEDAD EN EL TEATRO ROMANO

* Catálogo de la exposición “El Teatro Romano”, celebrada en La Lonja de Zaragoza (abril-junio de 2003) y organizada por: Ayuntamiento de Zaragoza (I.S.B.N. 84-8069-316-9) y Fundación “La Caixa” (I.S.B.N. 84-7664-810-3)

Por Francisco Beltrán y Francisco Pina. Universidad de Zaragoza.

ORGANIZACION Y FINANCIACION

En Roma, el teatro no existió como institución cultural autónoma, ni hubo como en Grecia concursos públicos entre autores por determinar la excelencia entre varias obras. La palabra theatrum, tomada del griego, significaba para los romanos el edificio en el que se celebraban las representaciones teatrales, a las que llamaban «espectáculos escénicos» (ludi scaenici), porque constituían una parte de los juegos públicos celebrados en honor de los dioses. Elemento esencial de la identidad romana y de su cultura, la importancia de los juegos para la comunidad se aprecia en el hecho de que, en los días destinados a su celebración, se suspendía toda actividad profesional, comercial y pública, lo que facilitaba la asistencia de la población a los diversos actos programados. Los juegos no deben ser vistos sólo como un fenómeno lúdico: celebrados a la vez ante dioses y hombres, representaban un espacio de comunicación social en el que se inscribían formas de relación del romano con el mundo. Integradas en ese ritual, las representaciones teatrales no eran simplemente una actividad artística, sino una expresión de la vida cívico-religiosa, y como tales eran precedidas siempre de sacrificios rituales. Ese aspecto religioso permaneció siempre en mayor o menor medida, y es precisamente su relación con los cultos tradicionales romanos lo que impulsaría a los primeros padres de la Iglesia cristiana a condenar a los que asistían a espectáculos teatrales y circenses, no sólo por verlos como ámbitos de corrupción moral, sino sobre todo por considerarlos idólatras (Tertuliano, Sobre espectáculos, 7-9).

Los juegos comenzaban con una solemne procesión (pompa), que abría las ceremonias. Durante los días de fiesta se alternaban actos de diverso género: juegos circenses, juegos gladiatorios en el anfiteatro y espectáculos escénicos en el teatro, que se insertaron cronológicamente entre la pompa y las carreras en el circo. Contaban con representaciones teatrales de comedia, tragedia, mimo y pantomimo, en proporción que fue variando con el tiempo en función de los gustos del público.

Había diversos juegos públicos oficiales. Los más relevantes eran los que se celebraban en honor de Júpiter Óptimo Máximo, el dios supremo del panteón romano: los Juegos Romanos (Ludi Romani), los primeros en instaurarse y anuales desde el año 366 a.E., y los Juegos Plebeyos (Ludi Plebeii), programados cada año
desde el final del siglo III a.E. Junto a éstos, existían otros juegos celebrados regularmente: los Seculares, que conmemoraban el final de un siglo y el comienzo del nuevo; y los que honraban a diferentes divinidades: Flora, Apolo, Cibeles y Ceres. En todos ellos, durante la época republicana, predominaron los espectáculos escénicos sobre los circenses. Junto a los juegos regulares, existía la posibilidad de que se organizaran otros extraordinarios, celebrados para señalar eventos particulares, como un éxito militar (Suetonio, Vida de César, 39), la inauguración de un templo o el final de un desastre natural. También existían ocasionalmente juegos privados, pagados íntegramente por algún individuo con el deseo de impresionar al pueblo con su generosidad y obtener así popularidad. Durante el Principado, se añadieron los celebrados con motivo de los aniversarios de los emperadores y en otras ocasiones relacionadas con los máximos gobernantes del Imperio.

De esta manera, el número de días dedicados anualmente a los juegos fue creciendo considerablemente, y dentro de ellos las jornadas dedicadas a las representaciones escénicas. Si al final del siglo III a.E. no debía de ser superior a doce, al comienzo del Principado, de los setenta y siete días programados en la ciudad de Roma para la celebración de juegos públicos, cincuenta y seis estaban dedicados a funciones teatrales. Desde entonces el teatro hubo de hacer frente a la competencia creciente del anfiteatro y, sobre todo, del circo, de modo que, mientras el número de días de juegos públicos fue aumentando, el porcentaje de los dedicados a espectáculos teatrales disminuyó.

Del mismo modo que la religión estaba en Roma dirigida por la aristocracia, también el contenido y el desarrollo de los juegos estaban sometidos a su control. En consecuencia, todas las obras teatrales que eran representadas en público -basadas con frecuencia en los mismos mitos que formaban parte de las creencias religiosas o referidas a episodios históricos, o supuestamente históricos, que se remontaban al mismo origen de Roma- debían ser autorizadas por los magistrados que organizaban los juegos y, en última instancia, por el senado. De ello se encargaron durante la mayor parte del período republicano los ediles. Si bien buena parte de la financiación corría a cargo de fondos públicos, era habitual que los ediles, que estaban al comienzo de su carrera política, añadieran dinero propio para asegurar la brillantez de los juegos y agradar así a sus potenciales votantes en futuras elecciones. Desde el año 22 a.E., Augusto encargó la organización de los juegos públicos a los pretores. Sin embargo, desde entonces fueron por lo general los mismos emperadores los patrocinadores de unos juegos cuya celebración estaba cada vez más relacionada con la exaltación de su figura en el contexto del culto imperial. Puesto que cada emperador se esforzaba por superar a sus antecesores, los costes en la organización de los juegos llegaron a ser inmensos.

Los costes de los espectáculos escénicos se repartían fundamentalmente entre la adecuación de los edificios teatrales y la contratación de los actores. Hasta que se inauguró en el año 55 a.E. el primer teatro permanente en piedra de Roma, promovido por Pompeyo, era preciso construir en madera para cada ocasión una escena y un espacio para los espectadores con filas de asientos. Desde entonces, varios cientos de teatros fueron construidos en todo el Imperio romano. En general, tanto la construcción como el mantenimiento de los edificios teatrales, en Roma y en las provincias, correspondía al Estado, aunque era frecuente que magistrados y particulares contribuyeran con sus propios medios.

Los actores profesionales (histriones) estaban organizados en compañías (grex, caterva) poco numerosas -por lo general cuatro o cinco actores se repartían todos los papeles de una obra- bajo la dirección de un patrono (dominus). La mayoría tenían la condición jurídica de esclavos o libertos, y procedían sobre todo del Mediterráneo oriental, si bien también hay atestiguados actores occidentales, en particular de Italia. Recibían dinero por sus actuaciones, pero los salarios variaban sustancialmente en función de la fama de cada uno de ellos, y muchos debían de vivir en el umbral de la mera supervivencia. Al cabo del año, sólo se celebraban unas pocas representaciones teatrales en cada ciudad, de modo que los actores debían complementar sus ingresos con otras actividades artísticas y mediante giras teatrales por diversas ciudades.

En general los actores eran vistos como personajes vulgares y moralmente repudiables, hasta el punto de que fueron tratados por la ley romana como infames y su profesión como ignominiosa. Sin embargo, existieron notables excepciones. Se conocen en época tardorrepublicana actores como Roscio Galo y Clodio Esopo que llegaron a ser famosos en su época, convertidos en estrellas capaces de reunir grandes fortunas y bien vistos incluso entre los círculos aristocráticos. Durante el Principado, sobre todo durante el siglo II, los actores de mayor éxito fueron los pantomimos de la familia Caesaris, quienes, al servicio del emperador, no sólo actuaban en Roma, sino que realizaban giras por Italia y por las provincias occidentales del Imperio. Algunos de ellos llegaron a recibir honores municipales e inscripciones honoríficas en lugares públicos en ciudades provinciales. Grafitos de Pompeya muestran hasta qué punto el público podía entusiasmarse por los actores, llegando incluso a crear grupos de partidarios de uno u otro.

EL PÚBLICO TEATRAL

Aunque en ningún caso se reducía a una elite, la parte de la población que asistía al teatro era una minoría en comparación con el circo y con el anfiteatro (el número total de asientos existentes en los tres teatros de Roma en el siglo I d.E. era aproximadamente la mitad del anfiteatro Flavio (Coliseo) y muy inferior al aforo del Circo Máximo, en el que cabían unos 255.000 espectadores). El público variaba según los géneros. Comedia y mimo gozaban de un público de diversa procedencia, porque los temas, por su cotidianeidad, eran de fácil comprensión. El de la tragedia era en cambio más selecto, compuesto sobre todo por quienes habían tenido contacto con la cultura griega.

Los espectáculos eran anunciados mediante rótulos pintados en los muros exteriores de los teatros. Hombres y mujeres de todas las categorías sociales estaban autorizados a asistir a las representaciones teatrales, pero los espectadores no podían elegir libremente su asiento. La subdivisión del espacio en el edificio teatral, que suponía la reserva de lugares determinados según la categoría social, política y jurídica del público, ofrecía una imagen completa de la población romana, estructurada sobre la base de la existencia en ella de libres y esclavos, extranjeros y ciudadanos, diferenciando dentro de estos últimos entre la plebe y los órdenes de los senadores y los caballeros [Figura 4].

La ubicación de los espectadores fue reglamentada mediante diversas disposiciones legales durante la época republicana, hasta culminar con una detallada ley promulgada por Augusto (Suetonio, Vida de Augusto 44). Al parecer los esclavos podían asistir al teatro, pero con la prohibición de sentarse salvo que sobraran asientos, reservados para las personas libres. Los esclavos debían colocarse en la parte superior de la summa cavea, en la zona más alta del graderío. Ese es el espacio en el que se situaría también la plebe más humilde sin toga (pullati), así como las mujeres, aunque es posible que las esposas de caballeros y senadores pudieran acceder en compañía de sus maridos a las filas más próximas a la escena. De acuerdo con Suetonio, las vestales disponían de una ubicación especial frente a la tribuna del pretor, que presidía la representación. En cuanto a los niños, los pobres ocuparían como sus padres la summa cavea, pero quienes dispusieran de educadores privados serían colocados junto con éstos en lugares reservados del teatro. El grueso de la plebe ocupaba la parte principal de la media cavea, en la porción central del graderío, justo por encima de las filas de los caballeros. Es posible que hubiera sitios reservados para militares y tal vez también para veteranos del ejército, así como para los funcionarios públicos (apparitores) que trabajaban para los magistrados y para el emperador (escribas, pregoneros, alguaciles, etc.). Los soldados que hubieran sido condecorados con la corona civica por su valor disfrutaban del privilegio de sentarse inmediatamente detrás de los senadores, incluso por delante de los equites.

Por lo que respecta a los extranjeros, aquéllos que disfrutaban en Roma de la condición de huéspedes fueron expulsados por Augusto de la orchestra, donde aparentemente habían disfrutado del privilegio de sentarse junto a los senadores durante la República tardía. Sin embargo, algunos embajadores, reyes y príncipes fueron autorizados con posterioridad a sentarse en ese lugar destacado (Tácito, Anales XIII 54). En cualquier caso, tales huéspedes oficiales siguieron disfrutando de asientos suficientemente honorables, aunque probablemente por detrás de los caballeros.

En los asientos más próximos a la escena se ubicaban los miembros de la aristocracia romana, caballeros y senadores. Desde el año 61 a.E., la ley Roscia obligaba a reservar las primeras catorce filas del graderío a los miembros del orden ecuestre. No es seguro que disfrutaran de este privilegio también fuera de Roma, pero hay indicios de que así sería, como por ejemplo una inscripción realizada sobre una de las gradas inferiores del teatro de Arausio (Orange, Francia), reservada para caballeros, y la noticia transmitida por Asinio Polión en una carta dirigida a Cicerón en la que afirma que, en los juegos organizados por Balbo en Gades (Cádlz), había en el teatro catorce filas de asientos reservadas a los caballeros (Cicerón, Cartas a familiares X 32,2).

En cuanto a los senadores, desde el año 194 a.E. se les reservó asientos separados del resto del pueblo (Livio XXXIV 44). Durante las últimas décadas republicanas debieron de tener derecho a sentarse en la orchestra, justo bajo el escenario, privilegio que se recoge en la ley de la colonia hispana de Urso, sin duda redactada a imagen y semejanza de Roma. Probablemente se acomodaban en sillas movibles, tal vez con los nombres de sus propietarios pintados sobre ellas. La normativa introducida por Augusto confirmó la posición de privilegio de los miembros del orden senatorial, al decretar «que siempre que se diesen espectáculos públicos, la primera fila de asientos quedase reservada para los senadores». La reserva de plazas podía realizarse horizontalmente por filas (gradus) o verticalmente por bloques de asientos (cuneus). Las mismas gradas podían estar rotuladas con inscripciones o signos señalando los grupos o individuos a los que correspondían. En todo caso, la separación de los diversos ámbitos estaba clara, también desde el punto de vista arquitectónico. En el teatro norteafricano de Sabratha [Figura 1], por ejemplo, se conserva el pequeño muro que aislaba las seis filas de los notables de la ciudad del resto del graderío, señalando la diversidad jerárquica del cuerpo social. Los romanos introdujeron además como novedad en sus teatros la instalación de tribunas de honor (tribunalia) sobre las entradas laterales al edificio, creando palcos suplementarios cuyo interés radicaba precisamente en su aislamiento respecto a los espectadores situados en el mismo nivel.

TEATRO Y POLITICA

El hecho de que el teatro constituyera una representación completa de la sociedad romana hacía factible su utilización como instrumento político, sobre todo a partir del siglo I a.E., como muestra Cicerón, quien afirma que había hombres públicos que eran recibidos en el teatro con aplausos o silbidos, e incluso que había quien tenía miedo de ir al teatro por temor a que un recibimiento adverso mostrara una merma en su popularidad (Cicerón, Filípicas I 36-37). Estas observaciones indican que ya entonces los espectáculos escénicos se habían convertido en un lugar para expresar opiniones sobre cuestiones políticas de actualidad.

Especialmente durante el Principado, el teatro -como el anfiteatro y el circo- se convirtió en escenario de manifestaciones políticas. En una época en la que las asambleas populares habían perdido las funciones legislativas y electorales que las habían caracterizado durante la República, el pueblo encontraba en el teatro un lugar alternativo para mostrar, bien su descontento por determinadas leyes (Suetonio, Vida de Augusto 34) o por el deficiente abastecimiento de cereales a la ciudad (Tácito, Anales VI 13), bien su deseo por honrar a un personaje público, en especial a un emperador (Suetonio, Vida de Augusto 58). Es obvio que una protesta o reivindicación no era necesariamente atendida por el emperador, a quien generalmente iba dirigida, pero éste se sentía en ocasiones obligado a ceder ante la presión popular para no perder su reputación (Suetonio, Vida de Tiberio 47).

El público mostraba su opinión mediante gritos, silbidos, signos con las manos, aplausos o silencios ostentosos. Tales manifestaciones, que podían surgir espontáneamente durante una representación, o bien ser provocadas de manera premeditada por parte de grupos contratados para ello, estallaban a partir de un incidente percibido por todos los presentes simultáneamente y que estuviera en relación con el tema de la protesta o podía ser visto como tal: la recitación de un verso al respecto (Suetonio, Vida de Augusto 53), la entrada del emperador o de otra personalidad en el recinto, un comentario en voz alta, etc. En el caso de las manifestaciones planeadas de antemano, por lo general formando parte de una campaña más amplia, los presentes eran incitados mediante rumores o a través de individuos que actuaban como provocadores, y solían culminar en desórdenes callejeros. En época de Nerón se hicieron famosos los llamados Augustianos, una claque formada por aplaudidores profesionales al servicio del emperador (Suetonio, Vida de Nerón 20; Tácito, Anales XIV 15).

Con todo la conocida frase de Juvenal (X 81: «panem et circenses», interpretada en sentido literal, es poco más que un tópico. Es difícil aceptar que en una ciudad de aproximadamente un millón de habitantes, como era la Roma imperial, hubiera una mayoría de la plebe desocupada que viviera exclusivamente del pan entregado por el estado y cuya única ocupación fuera asistir a los juegos. Sólo un número de días determinado estaba dedicado a los juegos al cabo del año, y el aforo de circo, anfiteatro y teatro era limitado (por ejemplo los asientos de los tres teatros permanentes existentes apenas suponían el 1% de la población total), por lo que no parece razonable pensar en los juegos como medio de supervivencia de una parte sustancial de la población, aunque su papel propagandístico es indiscutible.

EL TEATRO EN HISPANIA

El teatro desempeñó en las provincias del Imperio el papel de transmisor de ideas y valores propios de la romanidad en un ámbito predominantemente indígena, constituyendo desde ese punto de vista un elemento fundamental en el proceso de integración cultural que denominamos romanización. Como en Roma, las representaciones teatrales provinciales formaban parte de juegos públicos dedicados a determinadas divinidades. Si bien la estructura de los ludi en la metrópoli no es extrapolable sin más a las ciudades provinciales, éstas se guiaban en general por ese modelo. Esto es mostrado en Hispania por la ley de Urso (Osuna, Sevilla), colonia de ciudadanos romanos fundada por iniciativa de Julio César inmediatamente después de su asesinato en el año 44 a.E. Entre las diversas disposiciones de la ley Ursonense, se encuentra regulada la celebración de juegos públicos. Estos debían ser organizados por los principales magistrados anuales de la colonia, los dos duunviros (capítulo 70). Las fechas habían de ser fijadas al comienzo del año de acuerdo con los decuriones locales y debían durar un mínimo de cuatro días, ocupando con los festejos al menos la mitad de las horas útiles de cada uno de esos días. Los juegos, a los que el texto de la ley se refiere como ludi scaenici, tenían que dedicarse a los dioses capitolinos romanos (Júpiter, Juno y Minerva), aunque se añade un genérico «a los dioses y diosas». Cada duunvir debía gastar en esos juegos al menos dos mil sestercios de su propio peculio, a los que se añadía como máximo una cantidad igual procedente de los fondos públicos. Esto significa que la magnificencia de los juegos coloniales dependía de la voluntad política y de la generosidad de los duunviros de turno.

La ley (capítulo 71) contiene también prescripciones semejantes en relación con la segunda magistratura colonial en importancia, los ediles, quienes debían gastar dos mil sestercios de su patrimonio en la organización de espectáculos escénicos, unidos a un máximo de mil sestercios de las arcas públicas. Tres de los días correspondientes a los juegos edilicios eran dedicados a los dioses capitolinos, pero el cuarto lo era a la diosa Venus, divinidad tutelar de Urso por ser antepasada mítica del fundador César. En este caso, Venus era honrada con juegos circenses en el circo o gladiatorios en el foro de la colonia.

El magistrado encargado de la organización de los espectáculos escénicos debía velar por la correcta distribución de los asientos teatrales, tanto entre los colonos, que constituían la población de pleno derecho de Urso, como entre los residentes en la colonia que legalmente fueran ciudadanos de otras ciudades (incolae), los huéspedes de la comunidad e incluso los simples transeúntes. Al igual que en Roma, en Urso (capítulos 125-127) -y hay que suponer que también en otras colonias hispanas como Caesaraugusta y Emerita Augusta- debían reservarse asientos de honor en la orchestra, como lugar de máximo privilegio junto a la escena, para los decuriones y para los magistrados coloniales de cada año. Se fija una multa de cinco mil sestercios para quien infrinja la norma y se acomode en esos lugares sin estar autorizado para ello. Se reserva además la orchestra al gobernador de la Hispania Ulterior, provincia a la que pertenecía Urso, a los magistrados del pueblo romano, es decir, aquellos magistrados de Roma que circunstancialmente se encontraran en Urso, a los senadores y sus hijos presentes en la ciudad, y al praefectus fabrum, funcionario al servicio del gobernador provincial. En otro capítulo de la ley (66), se concede asimismo a los principales sacerdotes de la colonia, pontífices y augures, el privilegio de sentarse en los lugares reservados a los decuriones tanto en el teatro como en los juegos gladiatorios.

Siguiendo el ejemplo de las colonias, es posible que también los municipios hispanos incluyeran entre sus normas internas la obligación de distribuir espacialmente a los asistentes a los juegos según su condición social. Sin embargo, el capítulo 81 de la ley del municipio de Irni (o Irnium) en la provincia Bética, datada en época Flavia, hace una referencia general a la ordenación de los espectáculos, pero no prescribe ninguna ubicación predeterminada de los asistentes.

A diferencia de lo que ocurría en el Oriente helenizado, en donde el teatro contaba con una tradición multisecular profundamente enraizada en la vida comunitaria, en el Occidente romano tanto los espectáculos escénicos como los edificios específicos destinados a albergarlos son innovaciones que empiezan a popularizarse tan sólo a partir de mediados del siglo I a.E. como parte integran- te de las nuevas corrientes culturales activadas por el régimen inaugurado por Augusto. Todavía a mediados del siglo I d.E. las representaciones teatrales debían suponer una relativa novedad en las regiones más apartadas de Hispania o, al menos, eso es lo que se desprende de un suceso recogido por Filóstrato en su Vida de Apolonio de Tiana (V 9) acontecido en la desconocida ciudad bética de Ipola (?), en donde la población quedó primero pasmada ante el espectáculo de un actor calzado con altos coturnos y ataviado con ropaje escénico, y huyó despavorida después, cuando empezó a declamar tras su máscara, cual si demonio les persiguiera aullando...

Probablemente las compañías dramáticas, en el curso de sus giras por las regiones más apartadas de Occidente, se toparan con reacciones semejantes, ilustrativas de la falta de familiaridad de las poblaciones rurales con las representaciones dramáticas, sobre todo con las de tradición griega. Sin embargo en las grandes ciudades, los edificios teatrales y los espectáculos escénicos empezaron a convertirse, desde comienzos del Principado, en elementos habituales de la vida urbana. Así queda reflejado a comienzos del reinado de Augusto por Vitruvio, el teórico de la arquitectura, para quien el teatro constituía junto con los templos -y, cabría añadir, los foros- uno de los polos fundamentales en torno a los que debía articularse la trama urbana. De hecho, muchas de las nuevas ciudades hispanas fundadas o reformadas a partir del cambio de Era reservaron dentro de sus circuitos amurallados grandes parcelas para acoger esas enormes moles de cemento y piedra que, una vez construidas, pasaban a dominar la fisonomía urbana. Es el caso de Tarraco (Tarragona), Baetulo (Badalona), Carthago Nova (Cartagena), Caesaraugusta (Zaragoza) [Figura 4], Bilbilis (Calatayud), Corduba (Córdoba), Gades (Cádiz), Malaca (Málaga), Emerita Augusta (Mérida) [Figura 2] u Olisipo (Lisboa), entre muchas otras.

La construcción de estos edificios exigía el desembolso de sumas enormes: 400.000 sestercios costó la edificación del teatro de la pequeña ciudad africana de Metauro, cifra equivalente al cuádruplo de la fortuna que debían acreditar quienes aspiraran a formar parte del senado local de una ciudad provincial importante o bien al salario mensual de 5.000 operarios manuales. Por ello, no era infrecuente que, ante las dificultades de los gobiernos municipales para afrontar tales inversiones, fueran potentados locales quienes las asumieran, según queda de relieve en las múltiples inscripciones que registran la financiación por particulares de la erección de estos edificios o de una parte de ellos, o bien su embellecimiento como ocurre, por ejemplo, en Malaca o Italica (Santiponce, Sevilla) [Figura 3]. Tal pudo ser el caso también del teatro de Gades, cuya existencia certifica Cicerón para el año 43 a.E. (Cartas a familiares X 32,2), fecha en la que el gaditano Cornelio Balbo, colaborador de César y futuro cónsul de Roma (39 a.E.), hizo representar en él una obra de carácter autobiográfico para conmemorar su elección como magistrado local: el protagonismo de Balbo en la renovación urbana del recién creado municipio romano de Gades (Estrabón III 5,3), así como su gusto por este tipo de edificios -algunos años después, en 13 a.E., hizo erigir en Roma el tercer teatro en piedra de la ciudad, cuyos restos pueden contemplarse hoy en la Crypta Balbi- son hechos que inducen a valorar la posibilidad de que fuera él también quien asumiera los costes de la erección del teatro de Cádiz.

La financiación de tales construcciones por particulares ilustra en grado máximo el fenómeno del evergetismo, por el cual las clases dominantes invertían una parte de sus fortunas en embellecer su ciudad y erigir edificios públicos, así como en costear espectáculos y cualesquiera acciones -banquetes, repartos de viandas, entradas gratuitas a los baños, etc.- que redundaran en beneficio del bienestar de la comunidad: el pueblo esperaba de sus dirigentes tales larguezas, que, por otra parte, reportaban a los benefactores prestigio y popularidad, al tiempo que contribuían a legitimar, a los ojos de sus conciudadanos, el ejercicio del poder político. Las inscripciones muestran cómo los teatros se convirtieron en un lugar privilegiado para realzar con ludi scaenici todo tipo de acontecimientos, desde la inauguración de un edificio donado por un particular hasta la obtención de un sacerdocio o de una magistratura -según veíamos en el caso del gaditano Balbo-, pasando por la conmemoración de aniversarios y efemérides de todo género.

Los teatros estaban diseñados originalmente para albergar representaciones escénicas en cualquiera de sus formas: fueran las viejas tragedias y comedias de tradición griega, o las nuevas formas romanas como la atellana, el mimo o la pantomimo. Sin embargo estos edificios eran adecuados también para acoger otras manifestaciones artísticas como la música, el canto o la danza y hasta para servir de escenario a competiciones atléticas o espectáculos acrobáticos. Es comprensible que edificios tan costosos no quedaran reservados tan sólo para la representación de ludi scaenici y otros espectáculos, que, por frecuentes que fueran, sólo cubrían una pequeña parte del calendario, sino que se procurara rentabilizarlos utilizándolos también para cobijar reuniones multitudinarias de carácter no festivo como las asambleas de carácter político, administrativo o judicial, función perfectamente comprobada en el norte de Africa y en el Oriente griego. Además, en su condición de lugar frecuentadísimo -celeberrumus locus- sus paredes podían ser aprovechadas para exhibir anuncios o documentos de interés público como bien queda ilustrado el caso del teatro de Afrodisias de Caria, en la actual Turquía. De hecho y recogiendo esta multifuncionalidad característica de muchos edificios antiguos, se ha llegado a afirmar que en Occidente el teatro era una forma arquitectónica vacía, es decir no predeterminada para una función precisa.

Entre esas otras actividades que los teatros podían acoger, las más recientes investigaciones ponen de manifiesto cómo este edificio se convirtió rápidamente en un escenario privilegiado del culto imperial. Diversos factores favorecieron este empleo. Por una parte, la celebración de los ludi scaenici en el contexto de festividades en honor de los dioses cívicos confería a estas construcciones una acusada connotación festivo-religiosa. Por otra, los teatros no sólo permitían acoger cómodamente a grandes multitudes, sino que lo hacían de manera ordenada merced a las estrictas normas que regulaban la ocupación de los graderíos, de suerte que se constituían en proyecciones orgánicas y jerarquizadas de la comunidad, y, por lo tanto, en escenarios idóneos para ceremonias que pretendían afirmar la cohesión de la sociedad y expresar su respeto y fidelidad a la casa imperial. Finalmente, la frons scaenae con la rica decoración arquitectónica y estatuaria que la asemejaba al interior de un aula regia o sala de recepción real constituía un espacio majestuoso, idóneo para las ceremonias de culto dedicadas a los emperadores.

Las inscripciones en honor de los príncipes y las estatuas que los representaban, así como las capillas específicas preparadas para el culto, ponen de manifiesto en numerosos teatros la utilización de estos edificios con tal propósito. Así, en Emerita Augusta varios epígrafes datados en el año 16-15 a.E. muestran que el edificio fue costeado por Marco Agripa [Figura 2], el yerno y estrecho colaborador de Augusto, mientras que otros enclavados en un recinto construido en la parte inferior del graderío y datables en época de Trajano, señalan la existencia de una capilla consagrada al culto imperial. Por su parte, el teatro de Carthago Nova, también construido en tiempos de Augusto, fue erigido en honor de Gayo y Lucio César, los herederos del emperador, según se desprende de los epígrafes monumentales que corrían sobre los accesos al proscenio. La vinculación del edificio con el culto imperial queda también de manifiesto en la frecuente implicación de sacerdotes consagrados al mismo en la erección o embellecimiento de los teatros como ocurre en Italica o en Olisipo.

Aunque en el Occidente latino las ceremonias ligadas al culto del emperador no estén documentadas todo lo bien que sería de desear, las diversas vinculaciones señaladas entre estos rituales y los teatros permiten postular un desarrollo que no diferirla mucho del atestiguado en las ciudades orientales, donde estas celebraciones, junto a los juegos y los sacrificios, comportaban procesiones solemnes que recorrían la geografía urbana y en las que, frecuentemente, los teatros constituían una etapa fundamental de las ceremonias. Así, por ejemplo, con tal motivo en la ciudad laconia de Gition, en tiempos de Tiberio, una procesión que partía de los templos de las divinidades protectoras de la ciudad, tras detenerse para inmolar un toro pro salute imperatoris en el santuario de culto imperial, desembocaba en el teatro, al que para la ocasión se hablan trasladado las efigies cultuales de Augusto, Livia y Tiberio, ante las que se realizaban ofrendas de vino e incienso, tras las que daban comienzo los ludi scaenici. También en Éfeso, ciudad emplazada en la actual costa egea de Turquía, los bustos de la familia imperial eran transportados en procesión hasta el teatro en el curso de diversas festividades.

En su condición de espacios públicos, los teatros constituían un espacio idóneo de representación social para la puesta en escena y en valor del poder y la jerarquía social, por lo que -junto a necrópolis y foros- eran probablemente los puntos urbanos en los que se concentraba una mayor densidad de mensajes epigráficos, si bien preferentemente reservados a las manifestaciones de piedad hacia los dioses y los emperadores, o a la conmemoración de la generosidad de los prohombres que habían financiado su construcción o embellecimiento. A cambio apenas suministran información acerca de los profesionales del espectáculo que, por su escasa consideración social, quedaban excluidos de este espacio de representación solemne. Sólo algunos epitafios hispanos guardan memoria de esas gentes humildes como el dissignator (acomodador) Tito Servio Claro, en Córdoba, la secunda mima (segunda actriz de mimo) Cornelia Nothis, en Emerita Augusta -ambos libertos y con sus inscripciones presentes en la exposición-, el exodiarius (cantante) Patricio, en Pax Iulia (Béja), el Iyricarius (recitador al son de la lira) Cornelio Aprilis, en Aurgi (Jaén) o el mimographus (compositor de mimos) Emilio Severiano, en Tarraco.

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Por Miguel Moliné Escalona, almendron.com
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9 comentarios

lara -

muy bueno

gadir -

No se que pinta el circo máximo romano si el articulo se trata sobre los teatros romanos en la hispania. Escribir tonterias por escribir...

Felicitaciones al autor.

gades -

¡Cuidad vuestro lenguaje¡ Si queréis fotos solo teneis que buscarlas en el google.

Antonio Gómez -

En hora buena magnifico trabajo, Gracias por darno tanta informaíón

Anonimo -

pongan fotos del circo maximo! sino una mierda!!

Anonimo -

esta pagina es una mierda! no hay fotos del circo máximo (romano) tendriais que poner una! para las chicas de 2nb! ahora si puede ser! gràcias!

Anónimo -

mjnjhhgk -

`pihgvjkmnbv cbvdfghk

camila -

tiene muchas letras resuman