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La existencia histórica de Jesús será debatida ante la justicia

La existencia histórica de Jesús será debatida ante la justicia

La pregunta, más comúnmente planteada en cursos de historia o teología, será debatida este mes en un tribunal en Italia. Un juez en la localidad de Viterbo, al norte de Roma, ordenó a un sacerdote comparecer para probar la existencia histórica de Jesucristo, según informa la prensa británica.

TEXTOS HISTÓRICOS SOBRE JESÚS DE NAZARETH
© Alicia M. Canto, Universidad Autónoma de Madrid

El caso contra el padre Enrico Righi fue planteado por Luigi Cascioli, ex estudiante de sacerdocio y agrónomo jubilado, descrito por la prensa como un "ateo militante".

Cascioli, autor de un libro titulado "La Fábula de Cristo", acusa a la iglesia del delito de "sustitución de persona" y asegura que la figura de Jesús fue construida a partir de un cierto Juan de Gamala, un judío que se opuso a la ocupación romana en el siglo I en Palestina.

También señala que la iglesia es culpable del crimen de "abusar de la creencia popular" inculcando como hechos reales aquellos que "no son otra cosa que inventos".

La disputa surgió cuando el padre Righi denunció en una publicación de su parroquia los argumentos de Cascioli, quien decidió presentar una demanda ante la justicia. Un magistrado rechazó inicialmente ocuparse del caso, pero Cascioli apeló y un tribunal superior decidió que el caso era admisible.

"Irrefutable"

Según el padre Righi, innumerables textos tanto religiosos como seculares dan testimonio de la existencia de Jesús. "Si Cascioli no ve el sol en el cielo al mediodía no puede demandarme porque yo sí lo veo y él no", señala el sacerdote.

“Si Cascioli no ve el sol en el cielo al mediodía no puede demandarme porque yo sí lo veo y él no”. Padre Enrico Righi

Cascioli insiste, por su parte, en que los mismos evangelios están llenos de inconsistencias, y afirma que retirará su demanda si el padre Righi "prueba en forma irrefutable que existió Jesucristo".

Para el padre Aurelio Fernández, catedrático de teología de la Universidad de Burgos, los argumentos de Cascioli "no tienen ningún sentido".

"Los historiadores del tiempo posterior a Jesús, del siglo I -Tácito, Suetonio y el príncipe de Bitinia- los tres historiadores hablan de Jesucristo. Tenemos después los testimonios del historiador Flavio Josefo, un judío, que es el que da noticia de Jesucristo", dijo el padre Fernández a BBC Mundo.

Los historiadores del tiempo posterior a Jesús, del siglo I -Tácito, Suetonio y el príncipe de Vitinia- los tres historiadores hablan de Jesucristo. Padre Aurelio Fernández

"Más importantes todavía son los testimonios de San Pablo. La primera carta a los Tesalonicenses se escribió en el invierno del 55 y en ese tiempo tenemos ya un cristianismo vivido", agregó.

El caso planteado por Cascioli no debería haber llegado a tribunales según el padre Fernández: "Yo no soy jurista, pero visto desde fuera me parece un disparate que se admita ante la Justicia un tema histórico".

"Así también yo podría denunciar que los libros de Aristóteles no son autenticos, y si un filosofo me denuncia a mí, ¿un juez va a aceptar esa causa? Es un problema científico, no es un problema de derechos", le dijo el padre Fernández a BBC Mundo.

"Imagen deformada"

Para el periodista Juan Arias, ex corresponsal del diario El País en el Vaticano, la discusión sobre la historicidad de Jesús está superada, ya que "ningún intelectual o historiador serio hoy en día pone en duda la existencia de Jesús".

¿Engañados? Cascioli acusa a la iglesia de "abusar de la creencia popular".
Sin embargo, el periodista, autor del libro "Jesús, ese gran desconocido", sostiene que sí es pertinente reexaminar la figura de Jesúcristo.

"Sí es cierto que el Jesús que presentan muchas iglesias tiene muy poco que ver con el Jesús histórico, pero no porque hubo sustitución de personaje sino porque su imagen fue deformada y manipulada de modo que no tiene nada que ver con el Jesús original", le dijo Arias a BBC Mundo.

Para el periodista, "hay que buscar la humanidad de Jesús, ese hombre que tuvo intuiciones como quizá ninguno sobre la idea de Dios como padre, de la solidaridad, de hacer una religión abierta para todos, sin jerarquías".

“Sí es cierto que el Jesús que presenta muchas iglesias tiene muy poco que ver con el Jesús histórico”. Juan Arias

Arias asegura también que "Jesús nunca demostró que quería fundar otra religión" y que "era un judío que quiso renovar el judaísmo para que no quedara reducido al ghetto de los judíos, sino que fuese una religión universal que pudiese abrazar al mundo entero".

Por sobre todo, según Arias, es importante recordar al Jesús que "aceptó a las mujeres que eran la escoria de la sociedad, a los enfermos, a los endemoniados, a los no judíos, los gentiles, los paganos. Esa fue la gran revolución social, era un agente social fuertísimo y por eso lo mataron".

¿Relevante?

El debate planteado por Cascioli ante la justicia italiana podría ir mucho más allá de argumentos sobre datos históricos. Hablar de la existencia real de un hombre llamado Jesús implica para muchos debatir las raíces de su mensaje.

Un mensaje totalmente relevante en este enero de 2006 para Arias y para el padre Fernández.

Para el periodista, "el amor universal y el no hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti, creo que es lo fundamental del mensaje cristiano".

Para el padre Fernández, las enseñanzas "son tantas, pero me quedo con una, todo lo que hagais con uno de estos mis hermanos más pequeños lo haceis conmigo, quiere decir que todo lo que hagamos a los hombres lo hacemos a Cristo, yo subrayaría eso, es la grandeza de la persona humana".

Fuente: BBC Mundo, 3 de enero de 2006
Enlace: http://news8.thdo.bbc.co.uk/hi/spanish/
misc/newsid_4578000/4578786.stm


Descubren la tumba original del rey Eduardo el Confesor

Descubren la tumba original del rey Eduardo el Confesor

Londres, La tumba original de Eduardo el Confesor (1003-1066), rey de Inglaterra desde 1042, ha sido descubierta en una olvidada cámara del sótano de la Abadía de Westminster, en Londres, gracias a un estudio arqueológico, señala hoy el diario británico "The Independent".

Sus restos fueron depositados en dicha iglesia en el año 1066 pero hasta ahora el lugar original del sepulcro era un misterio, ya que su cuerpo fue trasladado de sitio dentro de ese edificio en los siglos XII y XIII.

Gracias a un reciente estudio arqueológico en la Abadía de Westminster, basada en una tecnología avanzada con radares, la tumba original ha sido hallada en una olvidada cámara del sótano.

Warwick Rodwell, arqueólogo que lidera el estudio, declaró a "The Independent", que se trata de un descubrimiento "extraordinario" y sin precedentes históricos.

Fuente: Agencia EFE mcg/vg/ma / Terra.com, 2 de diciembre de 2005
Enlace: http://www.terra.com/noticias/articulo/html/act288296.htm


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(2) Radar pinpoints tomb of King Edward the Confessor

The ancient tomb of Edward the Confessor, one of the most revered of British saints, has been discovered under Westminster Abbey 1,000 years after his birth.

The original burial chamber of the Anglo-Saxon king, who died in 1066, months before the invasion of William the Conqueror, was revealed by archaeologists using the latest radar technology.

The existence of a number of royal tombs dating back to the 13th and 14th century was also discovered beneath the abbey, the venue for nearly all coronations since 1066.

The forgotten, sub-terranean chambers were located during conservation work on the abbey's medieval Cosmati mosaic pavement around the high altar.

Dr Warwick Rodwell, the abbey's consultant archaeologist, said the find was "extraordinarily exciting".

Until now archaeologists had assumed that the original tomb of Edward the Confessor was near the present high altar, because medieval records referred to him being buried there. It has now emerged, however, that the position of the altar was moved by Henry III in the mid 13th century. The archaeologists have located the original tomb 10 feet behind the present altar, under the shrine built by Henry III in 1269, which still contains the remains of the saint.

"We have never been able to locate the original tomb of Edward until now," said Dr Rodwell. "The Victorians tried to find out more about what tombs were under here, but they simply did not have the technology to do it. The mystery around the location of the crypt has been running for many years. Every day brings new insights and new facts." Dr Rodwell said an archaeological team had been examining the construction of the Cosmati pavement, which dates from 1268, using a very high-frequency radar to a depth of about 20 inches. The power of the radar was intensified to examine deeper sections of the pavement.

"Little did we expect that, by using a lower frequency radar, we would find chambers, vaults and foundations of such fascinating historical interest and dating back to the very founding of the abbey, over a millennium ago," said Dr Rodwell.

There are no plans to excavate the tomb because any such work would destroy the medieval pavement.

The discovery, made in October, has delighted the abbey as it has been marking Edward the Confessor's anniversary with a series of events.

Although not among the better known kings - his reign was relatively peaceful - his presence in British history has endured.

The principal royal crown is still called St Edward's crown, and the Coronation Chair is sometimes called St Edward's chair, even though both were made long after his death.

The son of Ethelred the Unready and Emma, the daughter of Richard I of Normandy, his family was exiled to Normandy after the Danish invasion of 1013 and he was largely educated there.

When his half brother, Hardecanute, died in 1042, he was acclaimed king. On his death he was succeeded by Harold, who was killed at the Battle of Hastings nine months later.

Edward's reputation for sanctity grew after the Norman conquest, and he was canonised by Pope Alexander III in 1161.

Edward was patron saint of England for more than four centuries, until 1415 when he was replaced by St George.

The archaeological team is now preparing further investigations to establish the purpose, history and content of the main tomb and the other chambers, graves and coffins they have found.

The Dean of Westminster, the Very Rev Wesley Carr, said: "It is another reminder of how abbey history and humanity are packed together."

Fuente: Jonathan Petre, Religion Correspondent / © Copyright of Telegraph Group Limited 2005.
Enlace: http://portal.telegraph.co.uk/news/main.jhtml?xml=/
news/2005/12/02/ntomb02.xml&sSheet=/news/2005/12/02/ixhome.html

Filipo II de Macedonia

Filipo II de Macedonia El ascenso de Macedonia

En 370 fue asesinado Jasón de Feres. Parece ser que Jasón planeaba convertir a Tesalia en la mayor potencia griega, pero con su muerte Tesalia perdió la oportunidad. El gobierno pasó a manos de su sobrino Alejandro, pero éste era un hombre cruel que perdió el apoyo de las demás tribus tesalias. También murió el rey Amintas III de Macedonia, que fue sucedido por su hijo Alejandro II. Macedonia trató de imponerse sobre la decadente Tesalia, y así durante un tiempo los dos Alejandros estuvieron en guerra.

Entre tanto Tebas seguía triturando a Esparta. Epaminondas liberó a Mesenia. En 369 los mesenios fundaron la ciudad de Mesene alrededor de la fortaleza del monte Ítome, donde tiempo atrás resistieron los Ilotas. Esparta se vio reducida únicamente a Laconia. En este momento Alejandro II de Macedonia pidió ayuda a Tebas contra los tesalios. Tebas envió un ejército al norte al mando de Pelópidas, quien firmó un tratado con el rey macedonio. Esto dio un respiro a Esparta. Además, Atenas se inquietó con el ascenso de Tebas y se puso de parte de Esparta. También Siracusa envió tropas y con esta ayuda el rey Agesilao II pudo defender Laconia de dos intentos de invasión por parte de Tebas.

En 368 Dionisio de Siracusa se vio en condiciones de resarcirse de la derrota que once años atrás había sufrido frente a Cartago. Marchó de nuevo hacia el oeste y sitió la nueva plaza fuerte Cartaginesa: Lilibeo. Sin embargo no pudo tomarla y, en su lugar, tuvo que contemplar desde la costa una batalla naval en la que su flota fue destruida. Mientras tanto, el rey Alejandro II de Macedonia fue asesinado por un cortesano que se proclamó regente del hermano de su víctima: Perdicas III. Esto deshizo el acuerdo entre Macedonia y Tebas, por lo que en 367 Pelópidas volvió a su ciudad. Sin embargo, como medida de precaución para evitar que Tebas pudiera verse amenazada por Macedonia, se llevó como rehenes a algunos nobles, entre ellos Filipo, el tercer hijo de Amintas III.

Ese mismo año murió Dionisio de Siracusa. Tras la última derrota ante Cartago su imperio estaba desmoronándose. No obstante, parece ser que tuvo una alegría. Dionisio era aficionado a la poesía y a menudo envíaba sus trabajos a los muchos certámenes que se celebraban en Grecia. Había llegado a ganar ocasionalmente un tercer y hasta un segundo premio, pero nunca el primero, hasta este año, en que logró el primer premio con su poema dramático "El rescate de Héctor". Se cuenta que tras conocer la noticia organizó un gran banquete que le hizo enfermar y le condujo a la muerte.

Dionisio fue sucedido por su hijo, llamado Dionisio el Joven para distinguirlo de su padre. Tenía entonces veinticuatro años y no mucha experiencia, pero se dejó aconsejar por su tío Dion y por el historiador Filisto. Dion había pasado varios años en la Academia de Platón, y convenció a su sobrino para que llamara de nuevo al filósofo a la corte de Siracusa. Platón accedió. Tal vez tuviera la esperanza de que el nuevo tirano podría poner en práctica sus teorías políticas, que esencialmente consistían en una férrea dictadura de los sabios. Dionisio se sintió impresionado por el maestro, y empezó a estudiar matemáticas. Filisto esperó a que el joven se cansara de los teoremas y luego empezó a sugerirle que su tío trataba de distraerle con Platón para hacerse con el gobierno de la ciudad. Finalmente Dionisio exilió a Dion y Platón optó por volver a su Academia en Atenas, donde acudió también Dion.

En Roma los plebeyos lograron finalmente la igualdad de derechos frente a los patricios. Parece ser que en el proceso fue decisiva la influencia de Camilo, que logró que se aprobaran las leyes Licinio-Sextianas (llamadas así por los dos cónsules de ese año). Estas leyes establecían que los plebeyos podían acceder al consulado, y un tiempo después se estableció la costumbre de que al menos uno de los dos cónsules fuera de familia plebeya. Además, se imponían límites a la cantidad de tierra que podía pertenecer a un solo hombre, de modo que los patricios dejaron de presionar a los agricultores plebeyos para quedarse con sus tierras. Desde entonces las leyes y los decretos fueron promulgadas con las siglas SPQR (Senatus PopulusQue Romanus, el Senado y el Pueblo Romano), como signo de que el Senado y el Pueblo actuaban conjuntamente. A partir de este momento Roma inició una vertigiosa recuperación que la convertiría en poco tiempo en una de las potencias de Italia. Camilo murió en 365.

Ese mismo año el joven rey Perdicas III de Macedonia pudo hacer que asesinaran a su tutor, el que tres años antes asesinara a su hermano. Acto seguido restableció los tratados con Tebas y así Pelópidas dirigió una expedición contra Tesalia, pero fue capturado y mantenido prisionero durante varios meses, hasta que otra expedición dirigida por Epaminondas pudo liberarlo. En 364 Filipo, el hermano de Perdicas III regresó a Macedonia, Pelópidas partió de nuevo hacia Tesalia y se enfrentó a Alejandro en Cinoscéfalos, al norte de Feres. Los tebanos ganaron, pero Pelópidas murió en la batalla. Alejandro perdió toda influencia más allá de la propia Feres. Desde entonces se dedicó a la piratería.

En 362 Epaminondas atacó a Esparta por cuarta vez. El viejo rey Agesilao II se mostró dispuesto a defender la ciudad hasta la muerte, pero Epaminondas debió de pensar que una derrota definitiva de Esparta podría unir a las demás potencias griegas contra Tebas, así que se las arregló para evitar el combate directo y en su lugar llevó el combate a la ciudad de Mantinea, donde se enfrentó a las tropas aliadas de Esparta y Atenas. Los griegos seguían sin saber cómo hacer frente a la falange, y Epaminondas logró nuevamente una victoria total, excepto por el hecho de que una jabalina le alcanzó y le mató. Con la muerte de Epaminondas y Pelópidas se inició la decadencia de Tebas.

En 361 el estado chino de Qin pasó a manos del duque Xiao. Nombró consejero a Shang Yang, que había ocupado un cargo menor como funcionario en el reino vecino de Wei. Shang Yang impulsó un sistema de recompensas y multas que llevó a la mayor parte de la población a adoptar oficios productivos. Fue la primera de una serie de medidas que reforzarían espectacularmente la posición de Qin frente a los demás estados.

En 360 murió Nectanebo I, rey de un Egipto floreciente, y fue sucedido por su hijo Teos. El Imperio Persa seguía siendo una amenaza, y el nuevo rey decidió poner su ejército en manos de un general griego. Eligió nada menos que a Agesilao II de Esparta. El viejo rey no tenía nada que hacer ya en su demacrada ciudad y se vio obligado a ofrecer sus servicios como mercenario a cambio de una paga. Sin embargo, Teos se sintió decepcionado cuando vio a aquel anciano cojo y marchito, así que no le dio el mando supremo de su ejército, sino que le confió únicamente las tropas griegas. Mandó llamar al ateniense Cabrias y lo puso al mando de su flota.

Teos consideró que estaba en condiciones de atacar a Persia, y así sus tropas penetraron en Siria. No obstante surgieron disputas entre atenienses, espartanos y egipcios, por lo que el proyecto abortó. Por otra parte, un pariente de Teos reclamó el trono y trató de que Agesilao matara al rey. Éste se negó, pero Teos se vio obligado a huir a Persia, y el pretendiente al trono lo ocupó con el nombre de Nectanebo II. Agesilao decidió volver a Esparta, pero murió en el viaje. Fue sucedido por su hijo Arquidamo III.

En 359 Filipo, el hermano del rey Perdicas III de Macedonia, se casó con Olimpia, sobrina del rey de Épiro (tras la muerte de Dionisio de Siracusa los molosos habían recuperado el gobierno del país). Ese mismo año murió Perdicas III en una de las muchas escaramuzas que se veía obligado a mantener para proteger su reino de los bárbaros del norte. El trono fue ocupado por su hijo Amintas IV, pero era menor de edad. Macedonia tenía enemigos en todas direcciones, así que no podía permitirse un gobierno débil. Filipo fue nombrado regente, con tan sólo veintiún años. Fue una sabia decisión. En su estancia en Tebas había aprendido mucho de Epaminondas. Atacó en todas direcciones: primero contra los Peonios (al norte), luego contra los ilirios (al oeste). En 358 había puesto fin a las incursiones fronterizas. Las relaciones con Épiro eran buenas, gracias a su matrimonio. De hecho fue Filipo quien puso en el trono de Épiro a su cuñado, Alejandro I. Entonces se fijó en el este, en la calcídica, donde Olinto dirigía una confederación que competía con Atenas. Filipo supo intervenir en las continuas disputas entre Olinto y Atenas ayudando a una o a otra parte pero siempre en beneficio propio. Su mayor logro fue apoderarse de Anfípolis. Cuando Olinto y Atenas empezaron a darse cuenta de que estaban jugando con ellas, Filipo usó de la diplomacia y las mantuvo en calma. Luego amplió y reforzó una ciudad situada a unos cien kilómetros de Anfípolis y la rebautizó como Filipos. Cerca había valiosas minas de oro cuyos rendimientos supo aprovechar.

Entre tanto murió el anciano rey persa Artajerjes II, y fue sucedido por su hijo Artajerjes III. El cambio de rey provocó las convulsiones acostumbradas. Uno de los que más ávidamente había estado esperando la muerte del rey era Mausolo, el sátrapa de Caria, que en los últimos años había estado preparándose para algo grande y ahora le llegaba el momento de poner en práctica sus planes. Su primer paso fue intrigar en las islas mayores del Egeo hasta persuadirlas para que se rebelaran contra Atenas. En 357 Atenas envió una flota, pero fue derrotada y sus generales fueron destituidos. Ese mismo año murió Alejandro de Feres.

En 356 Filipo de Macedonia tuvo un hijo, al que llamó Alejandro. Tal vez esto le llevó a la conclusión de que su posición como regente no era la más adecuada. Por ello hizo deponer a Amintas IV y se convirtió en Filipo II de Macedonia. Por aquel entonces el ejército de Macedonia era sin duda el mejor preparado de toda Grecia. La caballería había sido siempre parte importante del ejército macedónico. Además, Filipo adoptó las ideas de Ifícrates y entrenó a numerosos peltastas y honderos. Además perfeccionó la falange tebana. En lugar de concebirla como un mero ariete humano, la hizo menos densa y con más capacidad de maniobra. Los hombres de la retaguardia hacían reposar sus largas lanzas sobre los hombros de los soldados siguientes, pero en cualquier momento las podían desplegar en cualquier dirección. Así surgió la falange macedónica, que durante mucho tiempo iba a ser la más perfecta arma de guerra del mundo civilizado.

Ese mismo año, el grandioso templo de Artemisa en Éfeso fue consumido por el fuego. Resultó ser un incendio provocado. Cuando se capturó al culpable y se le preguntó por qué lo había hecho, respondió que para que su nombre perdurara en la historia (tal vez no sea cierto, hoy en día no faltan desequilibrados que se atribuyen falsamente asesinatos y otros delitos impactantes para conseguir celebridad). El individuo fue ejecutado y se acordó que su nombre fuese borrado de todos los testimonios y jamás fuera pronunciado para frustrar su propósito, pero lo cierto es que se conoce el presunto tarado: se llamaba Eróstrato.

En 355 el general ateniense Cares desembarcó en Asia y no tuvo dificultad en imponerse sobre las tropas persas de Mausolo, pero Atenas no quería conflictos en Asia. Ya no tenía aspiraciones coloniales y aprovechó su ventaja para firmar una paz generosa con el sátrapa. Admitió la independencia de las islas del Egeo y las abandonó a su suerte. Así se disolvió para siempre la confederación ateniense. Este año murió Jenofonte.

Dion, el tío de Dionisio el Joven, logró regresar a Siracusa, echó a su sobrino y se hizo con el poder. Gobernó tan despóticamente como sus predecesores, pero no pudo impedir que Siracusa continuara su declive.

Por otra parte, Fócida se apoderó una vez más de Delfos, en un nuevo intento de dominar la ciudad sagrada que tiempo atrás fuera suya. Empezó así la Tercera Guerra Sacra. Tebas marchó contra Fócida, y en 354 logró una victoria, aunque no definitiva. Fócida liberó Delos y decidió expandirse a costa de Tesalia.

Entre tanto, las ciudades del Lacio fueron obligadas a incorporarse a una nueva Liga Latina de la que Roma era el líder incuestionable. Al mismo tiempo, la parte meridional de Etruria reconocía la soberanía romana, con lo que Roma dominaba un territorio de unos 7.500 kilómetros cuadrados en el centro de Italia.

Los Tesalios, amenazados por Fócida, decidieron pedir ayuda a Filipo II de Macedonia. Por aquel entonces el rey había logrado apoderarse de la última posesión ateniense en el norte. Los focenses le hicieron frente, pero finalmente, en 353 Filipo II venció y se apoderó de toda Tesalia. Los griegos vieron entonces que Macedonia se estaba convirtiendo en una seria amenaza, así que Esparta, Atenas y otras ciudades se aliaron con Fócida. No obstante Esparta se desvió del interés común y trató de apoderarse de Megalópolis, antigua posesión suya, así que Atenas retrocedió para impedirlo y el frente contra Filipo II se rompió.

Ese mismo año Mausolo se anexionó la isla de Rodas, pero murió poco después, con lo que Caria perdió todo protagonismo. No obstante, Mausolo es más recordado por su muerte que por su vida. Su viuda, Artemisa, decidió erigirle un magnífico monumento funerario en Halicarnaso. Estaba adornado con gigantescas estatuas del matrimonio, con frisos esculpidos a su alrededor. Fue llamado el Mausoleo, y su fama fue tal que hoy en día se sigue llamando mausoleo a todo monumento funerario.

También fue asesinado Dion, el tirano de Siracusa. Tras un periodo de confusión, Dionisio el Joven logró recuperar el poder que su tío le había arrebatado. Siracusa fue gobernada con más crueldad e ineficiencia que nunca.

En 352 Filipo II se dirigió a Tracia y dominó las rutas por las que Atenas se aprovisionaba desde sus colonias en el mar Negro. Esto causó la alarma en Atenas. Una de las voces más elocuentes que denunciaron la amenaza macedonia fue la de Demóstenes. Tendría entonces unos treinta y dos años. Su infancia debió de ser difícil, pues su padre murió poco después de su nacimiento y un pariente huyó con la fortuna familiar. Se cuentan muchas anécdotas sobre su juventud, como que se afeitaba sólo la mitad de la cara para obligarse a permanecer alejado de la gente, estudiando. También se cuenta que superó un problema de pronunciación hablando frente al mar con piedras en la boca. El caso es que terminó convirtiéndose en uno de los oradores griegos más famosos.

Demóstenes pronunció su Primera Filípica, trantando de convencer a los atenienses de que le declararan la guerra a Filipo II, pero no tuvo éxito. Parte del pueblo no creía ya que la ciudad pudiera embarcarse con éxito en tales aventuras, e incluso otra parte no veía a Filipo II como una amenaza, sino como un griego poderoso capaz de unificar definitivamente a Grecia. Entre los partidarios de Filipo II estaban Isócrates y Esquines, también famoso por su oratoria.

En 351 Artajerjes III estuvo dispuesto para invadir Egipto, pero fue rechazado gracias en gran parte a los mercenarios griegos. El rey persa tuvo que retirarse, pues Siria se rebeló y cada vez había más piratas griegos causando disturbios en el imperio.

Filipo II de Macedonia

En la segunda mitad del siglo IV los estados chinos seguían enzarzados en combates entre ellos mismos y contra los bárbaros. La amenaza bárbara hizo surgir, especialmente en los reinos fronterizos, un gran sentimiento patriótico. Se construyeron grandes murallas de adobe para marcar fronteras entre los distintos reinos y, sobre todo, frente a las estepas del norte.

El estado de Qin seguía progresando con el duque Xiao y su consejero Shang Yang, el cual en 350 dividió el territorio en 31 comandancias, presididas por un director nombrado por el gobierno central. A través de este sistema centralista se potenció una agricultura eficiente y un ejército fuerte. Por el contrario, la artesanía y el comercio fueron descuidados. Los señores feudales perdieron todo su poder. Se suprimió el vasallaje y se modificó el código penal, de tal modo que toda la población tenía los mismos derechos. Las relaciones de vasallaje fueron sustituidas por un sistema de responsabilidad colectiva que resultó ser muy eficiente. Su principal rival era el estado de Chu, al este, que había absorbido a varios reinos pequeños.

En el este, los sármatas estaban ocupando la región que iba a ser conocida como Sarmacia. Comprendía las estepas situadas al norte del Mar Negro hasta el Báltico. Los escitas conservaron los territorios meridionales, pero paulatinamente fueron siendo desplazados o absorbidos por los sármatas.

Atenas decaía. Paulatinamente se había extendido un sentimiento de desencanto que había culminado con la disolución de la confederación ateniense cinco años atrás. Durante las numerosas guerras y desastres por las que había pasado, sólo una cosa se mantuvo intacta: el valor de la dracma. La moneda ateniense conservó siempre el mismo valor equivalente en plata. Esto convirtió a los banqueros de Atenas en los más poderosos de Grecia. La población se había trasladado a las ciudades y los campos eran cultivados por esclavos que el gobierno alquilaba a unos pocos terratenientes. También fueron usados en las minas de plata. Las desigualdades sociales aumentaron. Platón decía que había dos Atenas: la de los ricos y la de los pobres, una en guerra contra la otra. Isócrates añadía:

Los ricos se han vuelto tan antisociales que preferirían tirar al mar todos sus bienes antes que ceder una parte a los pobres, los cuales, por su parte, tienen más odio a la riqueza ajena que compasión por sus propias estrecheces.

Se dice que había un club aristocrático cuyos miembros se comprometían por juramento a obrar contra la comunidad. Los banqueros fomentaron el comercio, el cual hizo crecer a una burguesía sedienta de oro. Ante esta situación surgieron algunas reacciones individuales. Una de las más famosas fue la de Diógenes. Había nacido en Sinope, una ciudad de Asia Menor. Su padre había sido banquero, pero fue desterrado por falsificar moneda. Diógenes se hizo discípulo de Antístenes y llevó más allá sus ideas. Según él, la virtud es el bien soberano. La ciencia, los honores y las riquezas son falsos bienes que hay que desterrar. El sabio debe liberarse de los deseos y reducir al mínimo sus necesidades. Platón lo llamaba "Sócrates delirante", porque caminaba descalzo, dormía en los pórticos de los templos y tenía por única habitación un tonel. Cuentan que un día vio a un niño beber agua con las manos en una fuente. Diógenes dijo: "Este muchacho me ha enseñado que todavía tengo cosas superfluas", y acto seguido tiró su escudilla. Profesaba un gran desprecio por la humanidad. En una ocasión apareció en pleno día por las calles de Atenas llevando una linterna encendida y diciendo: "Busco un hombre". Los atenienses se burlaban de él, pero al mismo tiempo le respetaban y le temían. No cabe duda de que Diógenes disfrutaba escandalizando a sus conciudadanos. Sostenía que el hombre era un animal y que debía vivir como tal, en armonía con la naturaleza. Hacía sus necesidades en las calles. Una vez alguien le recriminó por masturbarse en la calle y el respondió "Ojalá pudiera calmar el hambre frotándome el estómago". Tal vez por esto, Antístenes, Diógenes y sus seguidores fueron llamados Cínicos, que en griego significa algo así como "perrunos". Otra teoría es que Antístenes vivía en una calle llamada "Perro blanco", y él se llamaba a sí mismo, "el verdadero perro".

Filipo II de Macedonia había puesto su mirada en Olinto, cuyo territorio constituía la única parte de la Calcídica que todavía no estaba bajo el poder macedonio. Olinto pidió ayuda a Atenas y Demóstenes pronunció tres discursos en favor de que su petición fuera atendida, pero Atenas se limitó a enviar a Cares al frente de unos pocos mercenarios. Filipo II venció sin dificultad y en 348 se apoderó de Olinto. Atenas envió diez embajadores para pedir la paz. Entre ellos estaban Demóstenes y Esquines. El rey dilató las negociaciones con diversas escusas hasta que tuvo asegurado su dominio sobre toda Tracia. Finalmente firmó un tratado con Atenas en el que le cedía el Quersoneso Tracio. En esta fecha Roma y Cartago renovaron un antiguo acuerdo comercial firmado en los primeros años de la república.

En 347 murió Platón. Había pasado sus últimos años absorbido por su Academia. Cuentan que un alumno le invitó a ser su padrino de boda, él aceptó y participó en el banquete, luego se retiró a descansar y a la mañana siguiente lo encontraron sin vida. Toda Atenas lo acompañó al cementerio.

Uno de los alumnos que más lloró la muerte del maestro era Aristóteles, que le erigió un monumento. Por aquel entonces estaba cerca de los cuarenta años. Había nacido en Estagira, una ciudad de Macedonia, y su padre, Nicómaco, había sido en Pella el médico personal de Amintas III, el padre de Filipo II. Nicómaco le inició en el estudio de la medicina y la anatomía, y luego lo envió a Atenas, a la edad de 17 años, donde pasó unos veinte años con Platón. Parece ser que descató como el más inteligente y el más diligente de sus alumnos. Trató de convertirse el sucesor de Platón al frente de la Academia, pero al final la sucesión recayó en Espeusipo, sobrino del maestro. Indignado, emigro a la ciudad de Atarmea, en Asia Menor, donde gobernaba su amigo Hermias, que había pasado un tiempo en la Academia años atrás. Allí se casó con Pitia, la hija de Hermias y escribió el diálogo Sobre la Filosofía, en el que expone ideas que le distancian de las posiciones de Platón. Al mismo tiempo se dedicó a compendiar la obra de los principales filósofos griegos.

Otros famosos discípulos de Platón fueron Eudoxo y Heráclides. Eudoxo había nacido en Cnido unos sesenta años atrás. Realizó muchas contribuciones a la geometría y a la astronomía. Fue el primer griego que demostró que el año no tiene exactamente 365 días, sino 6 horas más. Se dio cuenta de que las observaciones de los planetas contradecían la teoría platónica de que éstos giran alrededor de la Tierra en órbitas circulares. Platón creía que las estrellas y los planetas estaban fijados a unas esferas en constante rotación. Eudoxo refinó la teoría suponiendo un total de 26 esferas, cada una de las cuales gira uniformemente sobre un eje fijado a la esfera siguiente, de modo que los movimientos combinados de todas ellas se ajustaban a las observaciones. No obstante, el ajuste de Eudoxo no era perfecto y, un poco más tarde, un discípulo suyo, Calipo de Cízico, tuvo que aumentar el número de esferas hasta un total de 34.

Por otra parte, Heráclides, nacido en Heraclea Póntica (en la costa de Asia Menor en el mar Negro), que tendría unos 43 años por aquel entonces, había señalado que no era necesario suponer que la Tierra permanece inmóvil en el centro del universo mientras todos los astros giran a su alrededor, sino que el mismo efecto se produciría si fuera la Tierra la que girara sobre sí misma. Es el primer hombre conocido que conjeturó la rotación de la Tierra. Heráclides también observó que los movimientos de Mercurio y Venus podían explicarse mejor si se suponía que en lugar de girar alrededor de la Tierra lo hacían alrededor del Sol.

En 346 Filipo II puso fin a la Tercera Guerra Sacra aliándose con Tebas y expulsando de Delos a los focenses. Ese año presidió los juegos Píticos, establecidos dos siglos antes con motivo de la Primera Guerra Sacra. Demóstenes siguió intentando que Atenas declarara la guerra a Macedonia, pero los partidarios de Filipo II se iban imponiendo en la ciudad. En 344 pronunció su Segunda Filípica.

Entre tanto Sicilia estaba sumida en el caos. Cada ciudad tenía su propio tirano y todas combatían entre sí. A menudo unas ciudades pedían ayuda a Cartago en contra de otras. Finalmente Cartago puso sitio a Siracusa, la cual pidió a Corinto en 343 que le enviara un general capaz de unificar a los griegos contra los tiranos y contra los cartagineses. Era mucho pedir, pero casualmente existía el hombre idóneo. Se llamaba Timoleón, y era a la vez un gran luchador y un gran idealista. Sus convicciones democráticas eran tan hondas que cuando su hermano se erigió en tirano de Corinto, unos veinte años atrás, él mismo aprobó su ejecución. Su familia, indignada, lo envió al exilio. Ahora tenía ya casi sesenta años, pero aceptó la invitación de Siracusa y embarcó a mil hombres en diez naves, con las que navegó hacia Reggio, una ciudad griega del sur de Italia. Allí se encontró con una flota cartaginesa que le exigió que volviera a Grecia. Timoleón pidió discutir la cuestión en el concejo ciudadano de Reggio. Allí retrasó la discusión mientras sus barcos se hicieron a la mar en secreto. Él mismo se escabulló en el último momento y, cuando los cartagineses se dieron cuenta del engaño, ya era demasiado tarde. Trataron de perseguirle, pero Timoleón llegó a Siracusa. Allí aceptó la rendición de Dionisio, que se retiró a Corinto.

Timoleón logró convertirse en el centro del patriotismo griego en Sicilia, hasta el punto de que los cartagineses decidieron levantar el sitio a Siracusa por el temor de que los griegos que tenían de su parte cambiaran de bando. Paulatinamente se fue haciendo con el dominio de toda la isla, y en cada ciudad afirmó en el poder a la facción anticartaginesa.

Aristóteles vio frustrado su intento de fundar una academia en Atarnea, pues tuvo que huir cuando el sátrapa Mentor tomó prisionero a Hermias, lo hizo ejecutar y se apoderó de la ciudad. Aristóteles se dirigió a Lesbos, donde pasó un tiempo en las propiedades de otro antiguo compañero de la academia, llamado Tírtamo, aunque es más conocido con el nombre que le dio Aristóteles, Teofrasto (el divino hablador). Allí murió Pitia, tras dar a luz a una hija. Poco después Filipo II lo llamó a Pella para que se encargara de la educación de su hijo Alejandro, que a la sazón tenía trece años de edad. Junto a Aristóteles, mandó llamar a Lisímaco para que le enseñara literatura y al príncipe moloso Leónidas para que le adiestrara como soldado.

Poco antes había estallado una especie de guerra civil en Italia entre los samnitas del Samnio propiamente dicho y los que habían ocupado la Campania tras la retirada de los etruscos. Los samnitas de la Campania pidieron ayuda a Roma, que se había convertido en una de las grandes potencias de la región. Roma firmó una alianza con la ciudad de Capua y declaró la guerra a los samnitas. Se iniciaba así la Primera Guerra Samnita. Tras dos años de combates, en 341 ambas partes acordaron la paz sin una victoria definitiva. Probablemente Roma optó por la paz al darse cuenta de que las ciudades del Lacio no estaban participando en la guerra como se esperaba, y temió que terminaran rebelándose contra la supremacía romana.

Ese mismo año Filipo II fundó la ciudad de Filipópolis a unos 160 kilómetros al norte del Egeo. Ningún ejército civilizado había llegado tan al norte desde los tiempos en que Darío I conquistara Tracia. Ese mismo año Demóstenes consiguió finalmente que las ciudades griegas de la propóntide se levantaran contra Filipo II. Entre ellas estaba Bizancio, y gracias a su Tercera Filípica Demóstenes logró que recibiera el apoyo de Atenas, lo cual puso de nuevo en Guerra a Atenas y a Macedonia. Por primera vez Filipo II sufrió un revés. Tras un largo asedio, se vio obligado a abandonar Bizancio. Esto aumentó el prestigio de Demóstenes.

Por esta época se celebró el segundo concilio budista, en la ciudad de Vaisali. En él se condenó la relajación de la regla de los monjes de Vajji, y se acordó que cada monje pudiera almacenar un cuerno de sal, beber leche cuajada después de la comida y comer durante la tarde.

En 340 Artajerjes III marchó de nuevo contra Egipto. Se produjo un enfrentamiento cerca de la ciudad de Pelusio, en el Delta. En realidad fue en gran medida una batalla de griegos contra griegos, pues buena parte de ambos ejércitos estaba formada por mercenarios. El bando persa venció y el rey Nectanebo II tuvo que huir a Nubia. Fue el último rey nativo que tuvo Egipto.

Ese mismo año las ciudades del Lacio se rebelaron contra Roma. Se inició así la Guerra Latina. Se confirmó la habilidad de Roma para hacer las paces a tiempo con el Samnio. Sus ejércitos ya habían regresado del sur y estaban listos para enfrentarse a los latinos. En dos batallas campales derrotaron al grueso de las fuerzas rebeldes. Se cuenta que en una de ellas, el consul Publio Decio Mus (el ratón) se hizo matar deliberadamente para que sus hombres contaran con el favor de los dioses. Es probable que los romanos combatieran más animosamente sabiendo que Marte estaba con ellos, así como que los enemigos se sintieran desalentados. Tras las batallas, Roma se dedicó a ajustar cuentas con las ciudades del Lacio una por una.

En 339 Cartago se vio en condiciones de hacer frente a Timoleón en Sicilia. Envió una gran fuerza a la isla, y Timoleón tuvo que hacerle frente con un número de hombres mucho menor. Marchó rápidamente hacia el oeste y pudo llegar al borde del valle del río Crimiso, a unos 65 kilómetros al este de Lilibeo. Se desató una espesa niebla, de modo que los cartagineses no vieron a los griegos sobre ellos mientras empezaron a cruzar el río. Cuando la niebla se disipó, sólo una parte de su ejército había cruzado. La caballería y las tropas de elite estaban en el lado griego, pero el grueso del ejército no. Timoleón atacó inmediatamente y destruyó a la parte más valiosa, pero inferior en número del ejército enemigo. Cuando el resto del ejército logró atravesar el río se desencadenó una tormenta, y el viento soplaba de forma que la lluvia daba en la cara a los cartagineses. Éstos se vieron obligados a retroceder hacia el río desbordado y, cuando sus filas se rompieron, muchos murieron ahogados. Timoleón obtuvo una victoria completa. Tras comprobar que Sicilia estaba libre de peligro, renunció a todo su poder y se retiró a de la vida pública. Murió al año siguiente.

Mientras tanto sucedió que Anfisa, una ciudad focense, estaba cultivando unos campos que habían sido declarados malditos tras la Primera Guerra Sacra. Los sacerdotes de Delfos denunciaron el hecho y se inició una Cuarta Guerra Sacra. Filipo II fue llamado una vez más y su ejército acampó en las costas del golfo de Corinto. Demóstenes logró entonces su mayor victoria diplomática. Logró que Tebas se aliara con Atenas en contra de Filipo II. El enfrentamiento se produjo junto a la ciudad beocia de Queronea, en 338. Las tropas atenienses se dispersaron y huyeron deshonrosamente. Entre ellas estaba el propio Demóstenes. Cuando le reprocharon su huida, se cuenta que respondió con una frase que se ha hecho célebre: "Quien combate y huye, vive para combatir otra vez." La actuación tebana fue más honorable. La Hueste Sagrada no había sido derrotada desde que la formara Epaminondas, pero para todo hay una primera vez. La falange Macedónica pudo con ella, aunque los tebanos murieron todos de cara al enemigo.

Ese año murió también el rey espartano Arquidamo III. Al igual que su padre, terminó sus días como mercenario, esta vez al servicio de los tarentinos, que habían solicitado su ayuda contra las tribus nativas italianas. Fue sucedido por su hijo Agis III.

Filipo II ocupó Tebas y la trató con dureza. En cambio, a Atenas la dejó intacta. Tal vez decidió que era lo más conveniente, pues, ciertamente, con ello logró que los atenienses promacedónicos se impusieran en la ciudad. A continuación fueron las ciudades del Peloponeso las que aceptaron la dominación macedonia. Todas menos Esparta, que, pese a que carecía de todo poder real, se aferró a su orgullo y declaró que no se sometería. Filipo II envió un mensaje que decía: "Si entro en Laconia, arrasaré Esparta."

Se cuenta que el rey Agis III respondió: "Sí". Es el laconismo más famoso de la historia.

Por algún motivo, Filipo II decidió dejar en paz a Esparta. Tal vez le admiró su respuesta, o simplemente pensó que destruir una Esparta inerme podría generarle animadversiones en Grecia. Por primera vez, toda la Grecia continental (salvo Esparta, nominalmente) estaba gobernada por un solo hombre.

Por aquel entonces Roma ya había pacificado por completo el Lacio a base de severos castigos. Desde entonces Roma ya no aparentó ser la cabeza de una coalición. El Lacio pasó a ser considerado territorio romano y sus ciudades perdieron toda forma de autogobierno. Fueron gobernadas por las leyes de Roma y cualquier litigio que surgiera tenía que ser resuelto en Roma. Por otra parte, cualquier latino podía obtener la ciudadanía romana y todos los derechos que ella comportaba si se trasladaba a Roma.

Entre tanto murió asesinado Artajerjes III y fue sucedido por su hijo Arses, pero, a diferencia de sus predecesores, no supo hacer frente a los desórdenes que seguían indefectiblemente a la muerte del rey, y el Imperio cayó en la anarquía. Este mismo año murió Isócrates, y también, el duque Xiao de Qin, en China.

En 337 Filipo II convocó una asamblea de ciudades griegas, que se reunió en Corinto. Se votó la guerra contra Persia y Filipo II fue elegido comandante en jefe del ejército griego. Se envió a Persia una avanzadilla de tropas Macedónicas para preparar el ataque.

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El rey Filipo de Macedonia

Introdución

Durante muchos años Macedonia fue una zona inestable, cuyos reyes se asesinaban unos a otros para conseguir el poder sobre todas las tribus. Hasta que llegó un nuevo rey, un joven de veintidós años llamado Filipo, y con él el comienzo de una gran Historia y de un gran Imperio. Filipo impuso el poder sobre los demás y consiguió que su pueblo sacara partido de su ventajosa posición geográfica. Las hazañas de Filipo son grandiosas pero en realidad no son sino la apertura de un camino de gloria que recorrería su hijo Alejandro Magno.

Filipo rey

En el año 356 adC subió al trono de Macedonia el joven Filipo de veintidós años, con el nombre de Filipo II. De él se dice que era un excelente jinete, gran nadador y un soldado muy sufrido en campaña. De maneras afables, conversación animada y gusto por los festines. Se había casado con Olimpia, princesa de Epiro, y tenía un hijo, Alejandro, que sería más tarde Alejandro Magno.

Filipo había pasado tres años en Tebas en calidad de rehén y allí había aprovechado bien el tiempo, estudiando de cerca los ejércitos griegos y su política. Allí se había dado cuenta de que la nueva táctica de la ruptura que se enseñaba a los soldados, basada íntegramente en la falange, podía mejorarse y mucho. En el campo político se dio cuenta de que Tebas ya no era la ciudad fuerte ante Atenas, que se debilitaba y dejaría de dominar. Pensó que tal vez él y Macedonia podrían ser los nuevos dominantes, como así sucedió. La idea de este rey era llegar a la unidad política de todos los pueblos griegos bajo su mando.

El ejército

Su primer cometido fue organizar un buen ejército, un ejército competente, disciplinado y numeroso, capaz de enfrentarse con los más grandes pueblos de aquel mundo conocido, capaz de dominar, como lo hizo, a lo largo de dos siglos. Filipo preparó el ejército no con mercenarios sino con sus súbditos, para el posterior triunfo de Alejandro Magno, de la misma manera que Cayo Mario preparó en Roma el ejército que haría triunfar a César. El biógrafo griego Plutarco (c. 46-125) escribiría siglos más tarde esta coincidencia en su gran obra Vidas paralelas.

El rey proporcionaba las armas:

casco
coraza de cuero
escudo pequeño y redondeado
espada corta
lanza de 6 metros y medio, llamada sarissa. Era famosa esta lanza, la más larga y pesada que se conoce de la antigüedad.

Se componía de:

caballería (formada por la clase de la nobleza). Desde antes, los reyes macedonios tenían una tropa de jinetes nobles que formaban su escolta. Se llamaban Haires (compañeros). Filipo organizó a su modo esa caballería y les dio a todos las mismas armas: coraza metálica, jabalina y sable. Eran en total 800 hombres.

infantería (formada por la masa del pueblo).
falange (donde estaban los hombres más robustos).

Al principio este ejército lo componían 10.000 soldados; poco a poco fue engrosando el número y llegaron hasta los 30.000. Llegó a ser muy superior a todos los demás ejércitos de los distintos pueblos griegos, no sólo superior en número de contingentes, sino, lo que es más importante, en organización y disciplina. Filipo sabía que los griegos se habían ido relajando en sus costumbres y por tanto él trató de corregir todos los fallos. Los soldados griegos temían las grandes marchas, nunca se ponían en campaña si no era primavera, llevaban muchos carros consigo y sirvientes, lo que hacía que se llenaran los campos y que se retrasaran las marchas. Desde un principio, Filipo obligó a sus soldados a caminar 50 km diarios llevando sus armas e impedimentas, prohibió llevar vehículos y sólo consintió un sirviente por cada 10 hombres y uno también para cada jinete. Además hizo campañas en invierno. Era muy rígido y contaba con la disciplina por encima de todo.

Para la lucha en el campo de batalla se colocaban en falange, que era la masa regular. La falange no era un invento de Filipo, ya existía entre los griegos, pero él supo perfeccionarla. La falange macedonia constaba de 16 filas de fondo y todos los hombres armados con la sarissa. Los hombres de las 6 primeras filas sostenían con las dos manos la lanza tendida en dirección al enemigo. Por delante de ellos iban asomando las lanzas de las filas de los que estaban detrás, de manera que la formación quedaba así:

En la primera fila la lanza o sarissa avanzaba 6 metros (6 y medio, a veces).
La segunda fila sobrepasaba su lanza en 5 metros a la primera.
La tercera sobrepasaba en 4 metros.
La cuarta sobrepasaba en 3 metros.
La quinta, en 2 metros.
La sexta en 1 metro.

Las últimas filas sostenían su lanza hacia arriba, se mantenían a la expectativa y cubrían bajas. En caso necesario, las ocho últimas filas hacían frente al lado opuesto, volviendo la espalda a sus compañeros. Entonces se formaba una agrupación impenetrable. La falange era una masa pesada, de movimientos lentos, que sólo podía maniobrar en llano. Para movimientos rápidos, escalar alturas y atrincheramientos, Filipo contaba con infantes que llevaban un escudo pequeño y armas ligeras.

Otra cuestión de la que se ocupó este rey fue de la maquinaria de guerra que llegó a ser la más completa que los historiadores hayan conocido hasta ahora. Se empleaba para sitiar las ciudades y constaba de catapultas (que lanzaban grandes piedras y tizones encendidos) y torres movibles para alcanzar las murallas. Con este ejército tan preparado y tan bien equipado Alejandro Magno pudo realizar los sueños de su padre Filipo: conquistar Persia.

Las victorias

Su campaña comenzó por los alrededores de las tierras de Macedonia. En el 355 adC conquistó la ciudad de Crenidas, (a la que bautizó con su nombre llamándola Filipos o Filípolis) cerca de la costa del mar Egeo, a orillas del río Hebro y al otro lado de la zona minera de Pangreo. Desde esta ciudad podía tener el control absoluto de la producción de oro y a partir de ese momento, Filipo pudo acuñar en este metal y dejar de lado la plata que patrocinaban otras ciudades. En el año 349 adC invadió la Península Calcídica y en el 348 adC destruyó su principal ciudad, Olinto. Siguió hacia el sur y consiguió ser el gobernador de la región de Tesalia.

La primera victoria de Filipo en territorio de los griegos fue en año 346 adC en que venció a la región de Fócida (en el centro de la península griega). Esta victoria dio la alerta general de que algo estaba pasando y que aquellos bárbaros con su rey al frente debían ser tenidos en cuenta. A partir de este momento, Macedonia fue admitida (aunque no de muy buen grado) en el consejo de ciudades, lo que se llamaba Anfictionía, y Filipo aprovechó su posición en dicha Liga para dominar los asuntos de Grecia y tener el control del Oráculo de Delfos, asunto éste de suma importancia para cualquier decisión militar o política que hubiera que tomar.

En el año 338 adC, Filipo, con su gran ejército, se dirige a Queronea (Beocia) y arrasa literalmente a las huestes de Tebas y Atenas, que, aunque enemigas, se habían aliado temporalmente frente a un enemigo común. En esta batalla, su hijo Alejandro, de 18 años de edad, tenía a sus órdenes 1.800 jinetes. Después de esta gran victoria, Filipo se comportó sabiamente haciendo gala de gran político; no humilló a los vencidos pero les impuso la paz del vencedor y les dio a conocer sus ambiciosos planes: invadir Asia y destruir el Imperio Persa.

El eterno rival de Filipo fue el ateniense Demóstenes, político y orador, que mantuvo en vilo y en odio perpetuo contra Filipo y Macedonia a sus conciudadanos. Demóstenes quiere la guerra a toda costa, a pesar de la paz impuesta, y con sus discursos solivianta y perpetúa la enemistad de Atenas con Macedonia. Son las famosas Filípicas, palabra que en nuestros días se sigue usando como sinónimo de regañina importante.

Muerte de Filipo

En el año 337 adC, Filipo se divorcia de Olimpia. Su intención era volverse a casar con una noble macedonia. Para aplacar el descontento de los nobles de Molosia (de donde era Olimpia), trama un matrimonio de conveniencia entre su propia hija Cleopatra y un hermano de Olimpia (es decir, un tío de Cleopatra) que era rey vasallo en Molosia.

Para la boda se organizaron grandes fiestas en Pella (capital de Macedonia). Desde el amanecer avanzaban en procesión solemne las estatuas de los doce dioses sentados en tronos lujosos muy adornados. Había una estatua que hacía el número trece: era la efigie del gran Filipo. Hubo un gran banquete y a continuación todos se dirigieron al teatro para terminar allí el agasajo. Llegó Filipo que se había vestido de blanco para la ocasión y cuando se disponía a entrar en el recinto se le abalanzó un joven noble macedonio y le hirió en un costado. Murió al instante allí mismo. El asesino se llamaba Pausanias (como el famoso general del siglo V adC y el famoso historiador del siglo II) y se dijo entonces que había sido una venganza personal por no haber podido obtener justicia de Filipo en una ocasión en que la necesitó. La verdad no se ha sabido nunca.

Los historiadores de todos los tiempos han barajado muchas teorías sobre el caso. Lo primero que han hecho siempre ha sido preguntarse quien salía beneficiado con la muerte de Filipo. Pero esta pregunta tiene muchas réplicas. Varios personajes pudieron estar implicados:

El propio Alejandro, su hijo
Olimpia, la esposa de la que se divorció
El rey de Persia
Muchos nobles macedonios
Demóstenes, el eterno enemigo


Cada autor presenta su tesis y sus teorías, pero el asesinato de Filipo sigue siendo un misterio para la Historia de la Humanidad.

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Fragmento de "El Macedonio" de Nicholas Guild

Filipo era hijo de Amintas, y el príncipe más joven (y por tanto el más alejando en la línea sucesoria del trono de Macedonia). Al morir Amintas fue rey Alejandro, hermano de Filipo. En una arriesgada campaña Alejandro muere y sube al trono Pérdicas, que también acaba muriendo. Para decidir quien subiría al trono se hace una asamblea. Filipo era el único en la zona reservada solo a los Argeadas, siendo el que quedaba de esta dinastía. Así, en el 356 a.C. con veintidós años Filipo pasa a ser Filipo II de Macedonia.

Cuando contaba nueve años, Epaminondas se lo llevó como rehén la ciudad de Tebas, donde aprendió las tácticas militares de los tebanos y concibió su patria como una potencia. Con sus nuevos conocimientos hizo reformas en el ejército que le permitieron vencer a ilirios, tesalios, peonios y tracios, extendiendo las fronteras de Macedonia. Por esa actitud consiguió enemistarse con Atenas, pero al final firma la paz con la ciudad (Paz de Filócrates).

La firma de un tratado permitió a Filipo extender sus territorios por Épiro y Tracia (aunque le enemistó con Atenas y Esparta, que se unen). Tras tres años consigue vencerles en Queronea (donde Alejandro, al frente de "La Punta" juega un papel protagonista) y se convierte en dueño absoluto de toda la Hélade. Al año siguiente convoca las ciudades griegas a una asamblea y se funda una liga panhelénica y pone en marcha lo que luego sería el gran logro de su hijo, el sometimiento del imperio persa.

En la boda de su hija Cleopatra (hija también de Olimpia) con Alejandro de Épiro muere a manos de un hombre de la corte llamado Pausanias. Los responsables del asesinato aún siguen sin ser descubiertos.

El príncipe Filipo va a Elimea de parte de su hermano, el rey Pérdicas, a advertir al rey Derdas de Elimea de que ha ofendido a los macedonios:

"Filipo miró hacia donde indicaba y vio enseguida a quién se refería. Derdas era un joven alto y bien parecido, de pelo negro y ensortijada barba reluciente del mismo color. Su aspecto reunía todas las cualidades de un gran rey, salvo la inteligencia, y la expresión casi vacua de sus ojos debía ser producto de haber bebido en exceso más que un defecto natural. Filipo pensó que quizás no todo estaba perdido.

Había tres jóvenes muy elegantes sentados en su mesa. El de la derecha parecía estar a punto de caer al suelo, a juzgar por el modo como se aferraba al borde de la mesa, y Filipo pensó que una persona tan beoda estaría seguramente más a gusto en el suelo, por lo que le dio un empujoncito para ayudarle; después ocupó su asiento, probó el vino y, tras pensar que el encargado de la bodega real engañaba a su amo, dejó la copa en la mesa y puso la mano en el hombre de Derdas.

-Señor, tenemos un asunto a tratar.
Derdas se quedó tan atónito como si al volver la cabeza se hubiese encontrado con un cuchillo en la garganta. Por fin, con una voz ronca de los excesos, fue capaz de musitar:
-¿Qué es de Dipsaleo, que estaba sentado aquí hace un instante? ¿Quién eres?
-Soy un emisario, mi señor, que trae el mensaje de que debes aprender a refrenar tu imprudencia, pues has ofendido al rey Pérdicas de los macedonios, provocando su cólera.
-¡Amigo, soy un nabo si se de qué me hablas! -Replicó Derdas, volviéndose al que tenía a su izquierda y soltanto una estruendosa carcajada-. Antinous, ¿has oído? ¡Soy un nabo!

La gracia fue acogida con grandes risotadas, al menos por parte de los compañeros del rey que conservaban aún suficiente raciocinio para saber lo que debían de hacer. Filipo, sin embargo, se esforzó por mantener cierta compostura e incluso adoptó un aire más serio, pues comprendió que no solo estaba hablando con un imbécil, sino que nadie se había molestado de informar al imbécil de su presencia.
-Si eres o no un nabo no es de mi incumbencia, mi señor, pero sugiero que no te retires muy tarde esta noche y te presentaré mis respetos por la mañana.
Derdas se quedó mirando con la boca abierta, como quien no acaba de saber si le han dicho una gracia, pero está decidido a reírse. Filipo a duras penas pudo reprimir los deseos de asestarle un puñetazo a aquel borracho, pero se contentó con levantarse de la mesa y abandonar el salón indignado."

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Las Falanges de Alejandro

La macedonia que heredó Alejandro al subir al poder distaba mucho de la que gobernó su abuelo Amintas II. En aquella Macedonia igual que la que heredó FilipoII , las luchas de los nobles y los terratenientes marcaban el acceso al trono, que se realizaba en la persona del "mejor", que no siempre era el que se suponía heredero. Filipo II asumió el poder y la regencia , elegido por aclamación p or la Asamblea de los hombres libres macedonios, como un par entre iguales , aglutinándolos en su entorno y sacando a Macedonia de su estado que l os griegos del sur suponían de "semibarbarismo, ya que, fundamentada en campesinos y guerreros, no eran políticos en el sentido urbano de "polis".
De las reformas que hizo Filipo II , la que más efectiva sería para la Macedonia del futuro fue la del ejército. Filipo aprendió las técnicas guerreras, de armamento, la poliorcética y de lucha, en su exilio como rehén en Tebas de Beocia, junto a los generales Epaminondas y Pelópidas.

Uno de los factores más importantes era la organización y disciplina que el ejército necesitaba; así que creó un ejercito permanente conformado por unidades de caballería, infantería ligera e infantería pesada (hoplitas), además contaba con aliados y también usaría a los mercenarios.

El ejército lo organizó en una de las fórmulas que más éxito a tenido a lo largo de la historia : la falange. Ésta era un formación de combate en 16 (u 8) filas de 256 hoplitas que iban armados con lanzas de 4.20 ms. de las cuales las de la sexta fila sobresalían 1.5ms a los de los que iban en primera fila, ya que se inclinaban.

La falange macedonia

La falange formaba así un erizo defensivo. Además la falange era precedida por arqueros, honderos y tiradores y también flanqueada por la infantería ligera.

El ejército contaba además con una potente caballería en al que se incluían los cuerpos de Hetairoi (Compañeros) y los acorazados, donde iba el rey. En total contaba con un ejército fijo y bien entrenado de unos 30000 hombres, disponiendo de más si era necesario. Los hombres eran reclutados de 12 circunscripciones en las que dividió Macedonia. No podemos olvidarnos de la estrategia, más allá de las formaciones que realizó, usó máquinas de guerra que aterrorizaban a los griegos y que diseñaba el tesalio Polyeidos. Filipo encontró la fórmula que haría de su ejército el más temido y poderoso de la Hélade.

La historia de la guerra en la Antigüedad se halla jalonada, en buena medida, por la formación de unidades crecientemente adaptadas para lograr una mayor eficacia bélica que se imponían en el campo de batalla hasta enfrentarse con otra de carácter militarmente superior. Entre el conjunto de estas unidades sobresalió con especial relevancia la denominada falange. Utilizada de manera profusa por los macedonios su origen era Tebas de Beocia, polis cuya hegemonía tuvo lugar unos años antes que la de Macedonia.

Se debió a dos generales singulares: Pelópidas y Epaminondas. Su perfeccionamiento se debió a de Filipo de Macedonia.

Polibio ha dejado una descripción detallada de su forma de funcionamiento: el soldado, con sus armas, ocupaba un espacio de tres pies en posición de combate, mientras que la longitud de la lanza larga que llevaba o sarisa era de 16 codos. Esta circunstancia despejaba una distancia de 10 codos por delante de cada hoplita, cuando cargaba sujetando la lanza con ambas manos. La longitud de las lanzas permitía que el combatiente de la primera fila quedara protegido por las que sobresalían procedentes de la 2ª, 3ª, 4ª y 5ª fila. Dado que la falange contaba con 16 filas de profundidad, de las que sólo atacaban las cinco primeras, las otras 11 se limitaban a levantar las sarisas por encima del hombro de los que les precedían protegiéndolos y, en su caso, relevándolos.

Asi, la falange se convertía en un erizo invulnerable que esperaba el agotamiento del adversario para luego embestirlo y destrozarlo con su potencia de choque. Esta unidad resultaba invencible en la medida que destrozaba el orden de batalla del enemigo, por regla general, incapaz de acabar con aquel erizo de lanzas largas. Pero había dos puntos débiles. El primero era la necesidad de contar con un terreno llano y sin obstáculos. El segundo, que encarecía de capacidad de maniobra frente a un ataque envolvente. El tercero, que solo valía para el conjunto. Un miembro de la falange aislado no podía recibir ayuda de sus compañeros y estaba condenado a muerte, ya que no podía defenderse a sí mismo.

Mientras la falange no se enfrentó con esos peligros, fue imbatible en el campo de batalla como demostrarían tanto Filipo con Alejandro. Sin embargo, en el choque con las legiones romanas fue derrotada vez tras vez por las espadas cortas y los escudos romanos.

Cayo Julio César, fragmento de Vidas paralelas. Plutarco

Cayo Julio César, fragmento de Vidas paralelas. Plutarco Cayo Julio César (101-44 a.C.) es considerado una de las figuras más destacadas en la historia de la humanidad. Nacido en Roma, César fue general de un poderoso ejército, historiador participante de los hechos trascendentales de su época e infortunado dictador de la República romana. Plutarco escribió su biografía como complemento y contraste a la Vida de Alejandro Magno.

PLUTARCO, quien probablemente vivió entre los años 50 y 125, en los dos primeros siglos de nuestra era, fue un historiador griego que se hizo célebre por su libro Vidas paralelas. Se trata de la reunión de 46 biografías de famosos hombres de la antigüedad que fueron retratados por Plutarco en una forma original: 23 vidas de griegos ilustres aparejadas o confrontadas con las semblanzas de igual número de romanos distinguidos. En esta ocasión reproducimos la Vida de César, que Plutarco escribió en contraposición a la del Magno de Macedonia.

Cayo Julio César vivió del año 101 al 44 a. C. y es considerado una de las más destacadas figuras en la historia de la humanidad. Nacido en Roma, César fue general de un poderoso ejército, historiador participante en varios de los hechos trascendentales de su época e infortunado dictador de la República romana. Como historiador dejó escritos sus Comentarios de la guerra de las Galias y los Comentarios de la guerra civil, libros que hasta la fecha se mantienen como lectura obligatoria para todo interesado en el pretérito clásico y como un lúcido entretenimiento para cualquiera.

Como militar, participó en la mencionada campaña de conquista de las Galias del año 59 al 52; en la guerra civil contra Pompeyo, a quien derrotó en el año 48, aunque todavía persiguió a los pompeyanos hasta España, donde finalmente los derrotó en el año 45; y en la fugaz contienda contra el rey del Ponto, a quien derrotó tan rápidamente que el suceso lo hizo acuñar la célebre frase Veni, vidi, vici, pronunciada ante el Senado al informar sobre aquel fácil triunfo que había conseguido cerca de Zela, en Asia Menor.

Como político, César, amparado en la leyenda de sus triunfos militares, se declaró dictador con plenos poderes soberanos, lo cual exacerbó rencores y dio pie a numerosas intrigas. Se armó entonces una conjura en su contra, en la que participó su hijo adoptivo Bruto, quien finalmente lo asesinó en pleno Senado de la República romana. En palabras escritas por Plutarco, "muere César a los cincuenta y seis años cumplidos de su edad, no habiendo sobrevivido a Pompeyo más que cuatro años; sin haber sacado otro fruto que la nombradía y una gloria muy sujeta a la envidia de sus conciudadanos de aquel mando y aquel poder tras el que toda su vida anduvo entre los mayores peligros, y que apenas pudo adquirir".

Cayo Julio César

No habiendo podido Sila, luego que se apoderó de la autoridad, ni por esperanza ni por miedo, alcanzar de Cornelia, hija de Cina, aquel que realmente fue monarca de Roma, que se divorciase de César, le confiscó la dote. La causa que César tenía para estar en discordia con Sila era su deuda con Mario. Porque con Julia, hermana del padre de César, estaba casado Mario, que tuvo de ella a Mario el joven, primo de César. Habiendo sido al principio pasado en olvido por Sila, a causa del gran número de muertos comprendido en la proscripción, y de sus ocupaciones, él no pudo estarse quieto sino que se presentó al pueblo pidiendo el sacerdocio cuando todavía era joven, y Sila, obrando contra su pretensión, pudo proporcionar que se le desairase. Consultaba luego sobre quitarle de en medio, y como algunos le dijeron que no tenía razón en querer acabar con un joven como aquél, les replicó que ellos eran los que estaban fuera de juicio, si no veían en aquel joven muchos Marios. Habiendo llegado esta expresión a los oídos de César, se ocultó por largo tiempo, andando errante en el país de los sabinos; y después, en ocasión en que por hallarse enfermo lo conducían de una casa en otra, dio de noche en manos de los soldados de Sila, que recorrían el país para recoger a los refugiados. Del caudillo que los mandaba, que era Cornelio, recabó por dos talentos que lo dejase y, bajando en seguida al mar, se dirigió a la Bitinia cerca del rey Nicomedes, a cuyo lado se mantuvo largo tiempo; y cuando regresaba fue apresado junto a la isla Farmacusa por los piratas, que ya entonces infestaban el mar con grandes escuadras e inmenso número de buques.

Lo primero que en este incidente hubo de notable fue que pidiéndole los piratas veinte talentos por su rescate, se echó a reír, como que no sabían quién era el cautivo, y voluntariamente se obligó a darles cincuenta. Después, habiendo enviado a todos los demás de su comitiva, unos a una parte y otros a otra, para recoger el dinero, llegó a quedarse entre unos pérfidos piratas de Cilicia con un solo amigo y dos criados; y, sin embargo, los trataba con tal desdén, que cuando se iba a recoger les mandaba a decir que no hicieran ruido. Treinta y ocho días fueron los que estuvo más bien guardado que preso por ellos; en los cuales se entretuvo y ejercitó con la mayor serenidad; y dedicado a componer algunos discursos, teníalos por oyentes, tratándolos de ignorantes y bárbaros cuando no aplaudían; y muchas veces les amenazó entre burlas y veras con que los había de colgar, de lo que se reían, teniendo a sencillez y muchachada aquella franqueza. Luego que de Mileto le trajeron el rescate, y por su entrega fue puesto en libertad, equipó al punto algunas embarcaciones en el puerto de los milesios y se dirigió contra los piratas, a los que sorprendió anclados todavía en la isla y se apoderó de la mayor parte de ellos. El dinero que les aprehendió lo declaró legítima presa; y poniendo a las personas en prisión en Pérgamo, se fue en busca de Junio, que era quien mandaba en el Asia, porque a éste le competía castigar a los apresados; pero como Junio pusiese la vista en el caudal, que no era poco, y respecto de los cautivos le dijese que ya vería cuando estuviese de vagar, no haciendo cuenta de él, se restituyó a Pérgamo, y reuniendo en un punto todos aquellos bandidos, los puso en un palo, como muchas veces en chanza se lo había prometido en la isla.

Habiendo empezado en este tiempo a decaer el poder de Sila y llamándole sus deudos, se dirigió antes a Rodas a la escuela de Apolonio Molón, de quien también Cicerón era discípulo; hombre que tenía opinión de probidad y enseñaba públicamente. Dícese que César tenía la mejor disposición para la elocuencia civil y que no le faltaba la aplicación correspondiente, de manera que en este estudio tenía sin disputa el segundo lugar, dejando a otros en él la primicia, por el deseo de tenerla en la autoridad y en las armas; así que, dándose con más ardor a la milicia y a las artes del gobierno, por las que al fin alcanzó el imperio, sólo por esta causa no llegó en la facultad de bien decir a la perfección a que podía aspirar por su ingenio; y él mismo más adelante pedía en su respuesta contradictoria al Catón de Cicerón que no se hiciese cotejo en cuanto a la elegancia entre el discurso de un militar y el de un orador excelente que escribía con la mayor diligencia y esmero.

Vuelto a Roma puso en juicio a Dolabela por vejaciones ejecutadas en la provincia, acerca de las que dieron testimonio muchas ciudades de la Grecia, mas con todo Dolabela fue absuelto; y César, para mostrar su agradecimiento a aquella nación, tomó su defensa en la causa que sobre soborno seguía contra Publio Antonio ante Marco Lúculo, pretor de la Macedonia, en la que estrechó tanto a Antonio, que tuvo que apelar ante los tribunos de la plebe, pretextando que en la Grecia no contendía con griegos con igual derecho. En Roma fue grande el favor y aplauso que se granjeó por su elocuencia en las defensas, y grande el amor del pueblo por su afabilidad y dulzura en el trato, mostrándose condescendiente fuera de lo que exigía su edad. Tenía además cierto ascendiente, que los banquetes, la mesa y el esplendor en todo lo relativo a su tenor de vida iban aumentando de día en día y disponiéndole para el gobierno. Miráronle algunos desde luego con displicencia y envidia; pero en cierta manera lo despreciaron, persuadidos de que, faltando el cebo para los gastos, no llegaría a tomar cuerpo, y dejaron que se fortaleciese; pero cuando ya era tarde advirtieron cuánto había crecido y cuán difícil les era contrarrestarle, sin embargo de que veían que se encaminaba al trastorno de la república: teniendo esta nueva prueba de que nunca es tan pequeño el principio de cualquiera empresa, que la continuación no lo haga grande, tomando el no poder después ser detenido del habérsele despreciado. Cicerón, pues, que parece fue el primero que advirtió y temió aquella aparente serenidad para el gobierno, a manera de la del mar, y que en la apacibilidad y alegría del semblante reconoció la crueldad que bajo ellas se ocultaba, decía que en todos los demás intentos y acciones suyas notaba un ánimo tiránico; "pero cuando veo —añadía— aquella cabellera tan cuidadosamente arreglada, y aquel rascarse la cabeza con sólo un dedo, ya no me parece que semejante hombre pueda concebir en su ánimo tan gran maldad, esto es, la usurpación del gobierno". Pero esto no lo dijo sino más adelante.

La primera demostración de benevolencia que recibió del pueblo fue cuando contendiendo con Cayo Publio sobre la comandancia militar, fue designado el primero y, la segunda y más expresiva todavía cuando habiendo muerto Julia, mujer de Mario, de la que era sobrino, pronunció en la plaza un magnífico discurso en su elogio, y en la pompa fúnebre se atrevió a hacer llevar las imágenes de Mario, vistas entonces por la primera vez después del mando de Sila, habiendo sido los Marios declarados enemigos públicos. Porque como sobre este hecho clamasen algunos contra César, el pueblo les salió al encuentro decididamente, recibiendo con aplausos aquella demostración, maravillado de que, al cabo de tanto tiempo, restituyera como del otro mundo aquellos honores de Mario a la ciudad. El pronunciar elogios fúnebres de las mujeres ancianas era costumbre patria entre los romanos; pero no estando en uso el elogiar a las jóvenes, el primero que lo ejecutó fue César en la muerte de su mujer, lo que le concilió cierto favor y el amor de la muchedumbre, reputándole, a causa de aquel acto de piedad, por hombre de benigno y compasivo carácter. Después de haber dado sepultura a su mujer partió de cuestor a España con Vetere, uno de los generales, al que tuvo siempre en honor y respeto y a cuyo hijo, siendo él general, nombró cuestor a su vez. Después que volvió de desempeñar aquel cargo, casó por tercera vez con Pompeya, teniendo de Cornelia una hija, que fue la que más adelante casó con Pompeyo el Magno. Como fuese pródigo en sus gastos, parecía que trataba de adquirir a grande costa una gloria efímera y de corta duración, cuando en realidad compraba mucho a costa de poco; así, se dice que antes de obtener magistratura ninguna se había endeudado en mil y trescientos talentos. Encargado después del cuidado de la vía Apia, gastó mucho de su caudal, y como creado edil presentase trescientas y veinte parejas de gladiadores, y en todos los demás festejos y obsequios de teatros, procesiones y banquetes hubiese oscurecido el esmero de los que le habían precedido, tuvo tan aficionado al pueblo, que cada uno discurría nuevos mandos y nuevos honores con qué remunerarle.

Eran dos las facciones que había en la ciudad: la de Sila, que tenía el poder, y la de Mario, que estaba maltratada. Queriendo, pues, suscitarla y promoverla durante el mayor aplauso de su magistratura edilicia, hizo formar secretamente las imágenes de Mario y algunas victorias en actitud de conducir trofeos y, llevándolas de noche al Capitolio, las colocó en él. Los que a la mañana las vieron tan sobresalientes con el oro, y con tanto arte y primor ejecutadas, estando expresados en letra los triunfos alcanzados de los cimbros, se llenaron de temor por el que las había allí puesto, pasmados de su arrojo; y ciertamente que no era difícil de acertar. Difundiéndose pronto la voz, y trayendo a todo el mundo a aquel espectáculo, los unos gritaban que César aspiraba a la tiranía, resucitando unos honores enterrados por las leyes y los senadoconsultos, y que aquello era una prueba para tantear las disposiciones del pueblo, a fin de ver si, ablandado con sus obsequios, le dejaba seguir con tales ensayos y novedades; pero los de la facción de Mario, que de repente se manifestaron en gran número, se alentaban unos a otros, y con su gritería y aplausos confundían el Capitolio. Muchos hubo a quienes al ver la imagen de Mario se les saltaron las lágrimas de gozo, elogiando a César hasta las nubes, y diciendo que él sólo se mostraba digno pariente de Mario. Congregóse sobre estas ocurrencias el Senado y, levantándose Luctacio Catulo, varón de la mayor autoridad entre los romanos, acusó a César, pronunciando aquel dicho tan sabido que César no atacaba ya a la república con minas, sino con máquinas y a fuerza abierta; pero César hizo su defensa, y habiendo logrado convencer al Senado, todavía le acaloraban más sus admiradores y le excitaban a que emprendiera todos sus designios, pues con todo se saldría y a todo se antepondría, teniendo tan de su parte la voluntad del pueblo.

Murió en esto el pontífice máximo Metelo; y aunque se presentaron a pedir esta apetecible dignidad Isáurico y Catulo, varones muy distinguidos y de gran poder en el Senado, no por eso desistió César, sino que, bajando a la plaza, se mostró competidor. Pareció dudosa la contienda, y Catulo, que por su mayor dignidad temía más la incertidumbre del éxito, se valió de personas que persuadieran a César se apartase del intento mediante una grande suma, pero éste respondió que si fuese necesario contender de este modo, tomaría prestada otra mayor. Venido el día, como la madre le acompañase hasta la puerta de casa, no sin derramar algunas lágrimas: "Hoy verás —le dice—, oh madre, a tu hijo o pontífice o desterrado"; y dados los sufragios, no sin grande empeño quedó vencedor, inspirando al Senado y a los primeros ciudadanos un justo recelo de que tendría a su disposición al pueblo para cualquier arrojo. Con este motivo, Pisón y Catulo culpaban a Cicerón de haber andado indulgente con César, cuando en la conjuración de Catilina dio suficiente causa para ser envuelto en ella. Porque Catilina, cuyo proyecto no se limitaba a mudar el gobierno, sino que se extendía a destruir toda autoridad y trastornar completamente la república, impugnado con ligeros indicios, se había salido de la ciudad antes que se hubiese descubierto todo su plan, dejando por sucesores en él dentro de ella a Léntulo y Cetego. Si César les dio o no secretamente algún calor y poder, es cosa que no se pudo averiguar; pero convencidos aquéllos con pruebas irresistibles en el Senado y preguntando el cónsul Cicerón a cada uno su dictamen acerca de la pena, hasta César todos los condenaron a muerte; pero éste, levantándose, pronunció un discurso muy estudiado para persuadir que dar la muerte sin juicio precedente a ciudadanos distinguidos por su dignidad y su linaje no era justo ni conforme a los usos patrios, como no fuese en el último apuro; y que poniéndolos en custodia en las ciudades de Italia que el mismo Cicerón eligiese hasta tanto que Catilina fuese exterminado, después podría el Senado en paz y en reposo determinar acerca de cada uno lo que correspondiese.

Pareció tan arreglado y humano este dictamen y fue pronunciado con tal vehemencia, que no sólo los que votaron después, sino aun muchos de los que habían hablado antes, reformando sus opiniones se pasaron a él, hasta que a Catón y a Catulo les llegó a su vez; porque éstos lo contradijeron con esfuerzo, y dando Catón en su discurso valor y cuerpo a la sospecha contra César, y altercando resueltamente con él, los reos fueron mandados al suplicio, y a César, al salir del Senado, muchos de los jóvenes que hacían la guardia a Cicerón, sacando contra él las espadas, le detuvieron; pero se dice que en aquel tiempo Curión, cubriéndose con la toga, le libertó de sus golpes; y que el mismo Cicerón, habiendo vuelto los jóvenes a mirarle, los retrajo por señas, o por temor del pueblo, o porque realmente no tuviese por justa aquella muerte. Y si esto fue cierto, no sé cómo Cicerón no hizo de ello mención en el escrito sobre su consulado; lo cierto, sin embargo, es que después se le culpó de no haber sabido aprovechar la ocasión que contra César se le presentó por demasiado temor al pueblo, que protegía entonces a César con el mayor empeño. Así es que, habiéndose éste presentado en el Senado de allí a pocos días y hecho su apología por las sospechas contra él formadas, lo que no se verificó sin peligrosas agitaciones, como la sesión del Senado durase más tiempo que el que era de costumbre, acudió el pueblo con grande gritería y cercó la curia, reclamando a César y mandando que lo dejaran salir. De aquí nació que, temeroso el mismo Catón de las innovaciones a que podrían prestar apoyo los ciudadanos más miserables, que eran los que acaloraban a la muchedumbre, teniendo en César toda su esperanza, persuadió al Senado de que les distribuyese trigo por meses, con lo que los demás gastos anuales de la república se aumentaron en cinco cuentos y quinientas mil dracmas; pero también esta disposición disipó notoriamente por lo pronto aquel gran temor y debilitó en tiempo el desmedido poder de César, que iba a ser pretor, y hubiera inspirado mayor miedo a causa de esta magistratura.

No produjo ésta, sin embargo, ninguna turbación, y antes sobrevino un incidente doméstico muy desagradable para César. Publio Clodio era un joven, patricio de linaje, señalado en riqueza y en elocuencia, pero que en insolencia y desvergüenza no cedía el primer lugar a ninguno de los más notados de disolutos. Amaba éste a Pompeya, mujer de César, sin que ella lo llevase a mal; pero la habitación de Pompeya estaba cuidadosamente guardada, y la madre de César, Aurelia, mujer respetable y que andaba continuamente en seguimiento de la nuera, hacía difícil y peligrosa la entrevista de los amantes. Veneran los romanos una diosa, a la que llamaban Bona, como los griegos Muliebre o Femenil, y de la cual dicen los de Frigia (que la tienen por propia suya) que es la madre del rey Midas, los romanos la ninfa Dríada casada con Fauno, y los griegos la madre de Baco, que no es dado nombrar; de donde viene que las que celebran su fiesta adornan las tiendas con ramas de viña, y el dragón sagrado está postrado a los pies de la diosa según la fábula. No es lícito que a esta fiesta se acerque ningún varón, ni que siquiera exista en casa mientras se celebra, sino que las mujeres solas unas con otras se dice que ejecutan en esta solemnidad arcana muchas ceremonias parecidas a los misterios órficos. Llegado, pues, el tiempo de haberse de celebrar en la casa del cónsul o el pretor, éste y cuantos varones hay salen de casa, de la que se encarga la mujer, la adorna y la mayor parte de los ritos se ejecutan por la noche, pasándola toda en vela con algazara y músicas.

Celebraba Pompeya esta fiesta, y Clodio, que era todavía imberbe y por lo mismo esperaba poder quedar oculto, tomó el vestido y arreos de una cantora, y con este disfraz se introdujo, pudiendo confundirse con una mocita. Estaban las puertas abiertas y fue introducido sin tropiezo por una criada que estaba en el secreto, la cual corrió a anunciarlo a Pompeya. Fue precisa alguna detención; y como no pudiendo aguantar Clodio en el Sitio donde aquélla le dejó se echase a andar por la casa, que era grande, resguardándose de la luz, dio con él una criada de Aurelia, que lo provocaba a juguetear, como que la tenía por otra mujer; y al ver que se negaba, echándole mano, le preguntó quién y de dónde era: respondió Clodio que estaba esperando a Abra, criada de Pompeya, que así se llamaba aquélla; pero como fuese descubierto por la voz, esta criada corrió dando voces a traer luz y adonde estaba la reunión, gritando que había visto un hombre. Sobresaltáronse todas las mujeres, y Aurelia, suspendiendo y reservando las orgías de la diosa, hizo cerrar las puertas de la casa y se puso a recorrerla toda por sí con luces en busca de Clodio. Encontrósele en el cuarto de la criada, en el que se había entrado huyendo; y descubierto así por las mujeres, se le puso la puerta afuera. Este suceso, yéndose en aquella misma noche las otras mujeres a sus casas, lo participaron a sus maridos, y al otro día corrió por toda la ciudad la voz de que Clodio había cometido un gran sacrilegio y era deudor de la pena, no sólo a los ofendidos, sino a la república y a los dioses. Acusóle, pues, de impiedad uno de los tribunos de la plebe, y se mostraron indignados contra él los más autorizados del Senado, dando testimonio de otros hechos feos, y de incesto con su hermana casada con Lúculo; pero haciendo frente el pueblo a estos esfuerzos, se puso a defender a Clodio, a quien fue de grande utilidad cerca de unos jueces aterrados e intimidados por la muchedumbre. En cuanto a César, al punto repudió a Pompeya; pero llamado a ser testigo en la causa, dijo que nada sabía de lo que se imputaba a Clodio. Como sorprendido el acusador con una declaración tan extraña le preguntase por qué había repudiado a su mujer: "Porque quiero —dijo— que de mi mujer ni siquiera se tenga sospecha". Unos dicen que César dio esta respuesta porque realmente pensaba de aquel modo, y otros que quiso en ella congraciarse con el pueblo, al que veía empeñado en salvar a Clodio. Fue, pues, absuelto de aquel crimen, habiendo dado con confusión sus votos los más de los jueces, para no exponerse al furor de la muchedumbre si condenaban, ni incurrir en el odio de los buenos si absolvían.

César, después de la pretura, habiéndole cabido la España en el sorteo de las provincias, como al salir para ella se viese estrechado y hostigado de los acreedores, acudió a Craso, que era el más rico de los romanos; pero necesitaba del grande influjo y ardimiento de César para su contienda en punto a gobierno con Pompeyo. Tomó, pues, Craso sobre sí el acallar a los acreedores más molestos e implacables, afianzando hasta en cantidad de ochocientos y treinta talentos; y de este modo pudo aquél partir a su provincia. Dícese que pasando los Alpes, al atravesar sus amigos una aldea de aquellos bárbaros, poblada de pocos y miserables habitantes, dijeron con risa y burla: "¿Si habrá aquí también contiendas por el mando, intrigas sobre preferencia y envidias de los poderosos unos contra otros?", y que César les respondió con viveza: "Pues yo más querría ser entre éstos el primero que entre los romanos el segundo". Del mismo modo se cuenta que en otra ocasión, hallándose desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro, y se quedó pensativo largo rato, llegando hasta derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: "¿Pues no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?"

Llegado a España, desplegó al punto una grande actividad, de manera que en pocos días agregó diez cohortes a las veinte que ya tenía; y moviendo contra los gallegos y lusitanos, los venció, llegando por aquella parte hasta el mar exterior, después de haber sujetado a naciones que todavía no estaban bajo la dominación romana. Terminadas tan felizmente las cosas de la guerra, no administró con menor inteligencia las de la paz, reduciendo a concordia las ciudades, y sobre todo allanando las diferencias entre los deudores y acreedores: porque ordenó que de las rentas de los deudores percibiese el acreedor dos terceras partes, y de la otra dispusiese el dueño hasta estar satisfecho el préstamo. Habiendo adquirido con su gobierno un gran concepto, dejó la provincia, hecho ya rico él mismo, y habiendo contribuido a mejorar la suerte de sus soldados, por quienes fue saludado emperador.

Los que aspiraban a que se les concediese el triunfo debían permanecer fuera de la ciudad, y los que pedían el consulado era preciso que lo ejecutasen hallándose presentes en ella; constituido, pues, en este conflicto, y estando próximos los comicios consulares, envió a solicitar del Senado que se le permitiese estando ausente mostrarse competidor del consulado por medio de sus amigos. Sostuvo Catón al principio la ley contra semejante pretensión, y después, viendo a muchos ganados por César, tomó el medio para destruir sus intentos con sólo el tiempo, consumiendo en hablar todo el día; pero éste resolvió entonces desistir del triunfo y atenerse al consulado. Entró, pues, en la ciudad al punto y tomó por su cuenta una empresa que engañó a todos los demás ciudadanos, a excepción de Catón. Era ésta la reconciliación de Pompeyo y Craso, que tenían el mayor poder en la república; y uniéndolos César en amistad de la discordia en que estaban, juntó en provecho suyo el poder de ambos; y haciendo una obra que tenía todos los visos de humana, no se echó de ver que iba a parar en el trastorno de la república. Pues no fue, como creen los más, la discordia de César y Pompeyo la que produjo la guerra civil, sino más bien su amistad, habiéndose reunido primero para acabar con la aristocracia, aunque después volviesen a discordar entre sí. Catón, prediciendo muchas veces todo lo que iba a suceder, entonces fue tachado de hombre díscolo y descontentadizo; pero a la postre adquirió fama de consejero prudente, aunque desgraciado.

César, pues, fortalecido con la amistad de Craso y de Pompeyo, fue promovido al consulado, que se le declaró con gran superioridad de votos, dándole por colega a Calpurnio Bíbulo. Entrado en ejercicio, propuso inmediatamente leyes no propias de un cónsul, sino de un insolente tribuno de la plebe, a saber: sobre repartimientos y sorteos de terrenos. Opusiéronsele los hombres de más propiedad y de mayor concepto del Senado, y él, que no deseaba más que un pretexto, haciendo exclamaciones y protestas ante los dioses y los hombres de que contra su voluntad se le ponía en la precisión de acudir al pueblo, y mostrarse obsequioso con él por agravios y mal trato del Senado, salió efectivamente para dar cuenta al pueblo, y poniendo junto a sí a un lado a Craso y a otro a Pompeyo, les preguntó si estarían por las leyes; y como respondiesen afirmativamente, les rogó que le auxiliasen contra los que habían hecho la amenaza de que se opondrían con la espada. Prometiéronselo; y aun Pompeyo añadiendo que vendría contra las espadas trayendo espada y escudo. Fue esto de sumo disgusto para los principales que escucharon de su boca una expresión indigna del respeto que le tenían, poco decoroso a la majestad del Senado, y propia de un furioso o de un mozuelo; pero el pueblo se mostró muy contento. César, para participar más de lleno del poder de Pompeyo teniendo una hija llamada Julia, desposada con Servilio Cepión, la desposó con Pompeyo, y a Servilio le dijo que le daría la de Pompeyo, que no estaba tampoco sin desposar sino prometida a Fausto el hijo de Sila. De allí a poco César casó con Calpurnia, hija de Pisón, al que designó cónsul para el año siguiente. Entonces Catón clamó y protestó públicamente con la mayor vehemencia que era insufrible el que el gobierno de la república se adquiriese con matrimonios, y que por medio de mujeres se fuesen promoviendo unos a otros al mando de las provincias y de los ejércitos, y a todas las magistraturas. El colega de César, Bíbulo, cuando vio que con oponerse a las leyes nada adelantaba, y que antes estuvo muchas veces en peligro de perecer con Catón en la plaza, pasó encerrado en su casa todo el tiempo que le quedaba de consulado. Pompeyo, hecho que fue el casamiento, llenó la plaza de armas e hizo que el pueblo sancionara las leyes; y a César, sobre las dos Galias, Cisalpina y Transalpina, le añadió el Ilirio con cuatro legiones por el tiempo de cinco años. Quiso Catón contradecir estas tropelías y César lo hizo llevar a la cárcel, pensando que apelaría a los tribunos de la plebe; pero éste marchó tranquilo sin hablar palabra; y César, viendo que no sólo los primeros ciudadanos lo llevaban a mal, sino que la plebe, movida del respeto a la virtud de Catón, seguía con silencio y abatimiento, rogó en secreto a uno de los tribunos que le pusiera en libertad. De los demás del Senado eran pocos los que concurrían a él, pues los más, incomodados y disgustados, procuraban retirarse; y diciendo un día Considio, que era de los más ancianos, que el no concurrir consistía en que las armas y los soldados los intimidaban, le preguntó César: "¿Pues por qué tú no te estás también por miedo en tu casa?" A lo que contestó Considio: "Porque en mí la vejez hace que no tema; pues la vida que me queda, habiendo de ser corta, no pide ya gran cuidado". De todo cuanto se hizo en su consulado lo más abominable y feo fue el que hubiese sido nombrado tribuno de la plebe aquel mismo Clodio, por quien fueron violadas las leyes de los matrimonios y los nocturnos misterios. Nombrósele en ruina de Cicerón; y César no marchó al ejército sin haber antes oprimido a Cicerón por medio de Clodio, y héchole salir de la Italia.

Éstos se dice haber sido los hechos memorables de su vida antes de los de las Galias. El tiempo de las guerras que después sostuvo, y de las campañas con que domó la Galia, como si hubiera tenido un nuevo principio y se le hubiera abierto otro camino para una vida nueva y nuevas hazañas, le acreditó de un guerrero y caudillo no inferior a ninguno de los más admirados y más célebres en la carrera de las armas; y antes comparado con los Fabios, los Escipiones y los Metelos; con los que poco antes le habían precedido, Sila, Mario y los dos Lúculos; y aun con el mismo Pompeyo, cuya fama sobrehumana florecía entonces con la gloria de toda virtud militar, las hazañas de César le hacen superior a uno por la aspereza de los lugares en que combatió; a otro por la extensión del territorio que conquistó; a éste por el número y valor de los enemigos que venció; a aquél por lo extraño y feroz de las costumbres que suavizó; a otro por la blandura y mansedumbre con los cautivos; a otro, finalmente, por los donativos y favores hechos a los soldados, y a todos por haber peleado más batallas y haber destruido mayor número de enemigos, pues habiendo hecho la guerra diez años no cumplidos en la Galia, tomó a viva fuerza más de ochocientas ciudades y sujetó trescientas naciones, y habiéndosele opuesto por partes y para los diferentes encuentros hasta tres cuentos de enemigos, con el un cuento acabó en las acciones y cautivó otros tantos.

El amor y afición con que le miraban sus soldados llegó a tal extremo, que los que en otros ejércitos en nada se distinguían, se hacían invictos e insuperables en todo peligro por la gloria de César. Tal fue Acilio, que en el combate naval de Marsella, acometiendo a un barco enemigo, perdió de un sablazo la mano derecha pero no soltó de la izquierda el escudo; y antes hiriendo con él en la cara a los enemigos, los ahuyentó a todos y se apoderó del barco. Tal Casio Esceva, a quien en el combate de Dirraquio le sacaron un ojo con una saeta, le pasaron un hombro con un golpe de lanza y un muslo con otro, y habiendo además recibido en el escudo otros ciento y treinta saetazos, llamó a los enemigos como para rendirse; y acercándosele dos, al uno le partió un hombro con la espada, e hiriendo en la cara al otro, lo rechazó, y él se salvó protegiéndole los suyos. En Bretaña cargaron los enemigos sobre los primeros de la fila, que se habían metido en un sitio cenagoso y lleno de agua, y un soldado de César, estando éste mirando el combate, penetró por medio, y ejecutando muchas y prodigiosas hazañas de valor salvó a aquellos caudillos, haciendo huir a los bárbaros, y pasando con dificultad por medio de todos, se arrojó a un arroyo pantanoso, del que trabajosamente, ya nadando y ya andando, pudo salir a la orilla, aunque sin escudo. Admiróse César y con gran placer y regocijo salió a recibirle, pero él, muy apesadumbrado y lloroso, se echó a sus pies, pidiéndole perdón por haber perdido el escudo. En África se apoderó Escipión de una nave de César en la que navegaba Granio Patronio, nombrado cuestor, y habiendo tenido por presa a todos los demás, dijo que al cuestor lo deja a ir salvo; pero éste, contestando que los soldados de César estaban acostumbrados a dar la salud, no a recibirla, se dio la muerte pasándose con la espada.

Este denuedo y esta emulación los había fomentado y encendido el mismo César; en primer lugar, con no poner limites a las recompensas y los honores, haciendo ver que no allegaba riqueza con las guerras para su propio lujo o sus placeres, sino que ponía y guardaba en depósito los que eran comunes premios del valor, y que no estimaba el ser rico sino en cuanto podía remunerar a los soldados que lo merecían; y en segundo lugar, con exponerse voluntariamente a todo peligro y no rehusar ninguna fatiga. El que fuese resuelto y despreciador de los peligros no era extraño en su ambición; pero su sufrimiento y tolerancia en las fatigas, pareciendo que eran superiores a sus fuerzas físicas, no dejó de causar admiración: porque con ser de complexión flaca, de carnes blancas y flojas, y estar sujeto a dolores de cabeza y al mal epiléptico, habiendo sido en Córdoba donde le acometió la primera vez, según se dice, no buscó en su delicadeza pretexto para la cobardía; sino haciendo de la milicia una medicina para su debilidad, con los continuos viajes, con las comidas poco exquisitas y con tomar el sueño en cualquier parte, lidiaba con sus males y conservaba su cuerpo puede decirse que inaccesible a ellos. Por lo común tomaba el sueño en carruaje o en litera, haciendo de este modo que el mismo reposo se convirtiera en acción; y sus viajes de día eran a las fortalezas, a las ciudades y a los campamentos, llevando a su lado uno de aquellos amanuenses que estaban acostumbrados a escribir en la marcha, y yendo a la espalda un solo soldado con espada. De este modo corría sin intermisión, de manera que cuando hizo su primera salida de Roma, a los ocho días estaba ya en el Ródano. El correr a caballo le era desde niño muy fácil, porque se había acostumbrado a hacer correr a escape un caballo con las manos cruzadas a la espalda; y en aquellas campañas se ejercitó en dictar cartas caminando a caballo, dando quehacer a dos escribientes a un tiempo, y según Opio a muchos. Dícese haber sido César el primero que introdujo tratar con los amigos por escrito, no dando lugar muchas veces la oportunidad para tratar cara a cara los negocios urgentes, por las muchas ocupaciones y por la grande extensión de la ciudad. De su poco reparo en cuanto a comida se da también esta prueba: teníale dispuesta cena en Milán su huésped Valerio León, y habiéndole puesto espárragos, en lugar de aceite echaron ungüento; comió, no obstante, sin manifestar el menor disgusto, y a sus amigos que no lo pudieron aguantar, los reprendió, diciéndoles: "Basta no comer lo que no agrada; y el que reprende esta rusticidad es el que se acredita de rústico". Obligado de la tempestad en una ocasión yendo de camino a recogerse en la casilla de un pobre, como viese que no había más que un cuartito en el que con dificultad cabía uno solo, dijo a sus amigos que en las cosas de honor se debía ceder a los mejores, y en las que son de necesidad a los más enfermos; y mandó que Opio durmiera en el cuartito, acostándose él mismo con los demás en el cubierto que había delante de la puerta.

La guerra primera que tuvo que sostener fue contra los helvecios y tiburinos, que poniendo fuego a sus doce ciudades y trescientas aldeas caminaban acercándose a Roma por la Galia ya sojuzgada, como antes los cimbros y teutones; no siendo inferiores a éstos en arrojo, y ascendiendo la muchedumbre de todos ellos a trescientos mil hombres, y el número de los combatientes a ciento noventa mil. De éstos a los tiburinos los destrozó junto al río Araris no por sí, sino por medio del Labieno, a quien envió con este encargo. En cuanto a los helvecios, conduciendo él mismo su ejército a una ciudad aliada, le acometieron repentinamente en la marcha, por lo que se apresuró a acogerse a una posición fuerte y ventajosa. Reunió y ordenó allí sus fuerzas, y trayéndole el caballo: "Este —dijo—, lo emplearé después de haber vencido en la persecución; ahora vamos a los enemigos", y los acometió a pie. Costóle tiempo y dificultad el rechazar a la gente de guerra; pero el trabajo mayor fue en el sitio donde se hallaban los carros y en el campamento, porque no sólo aquélla hizo otra vez cara y volvió al combate, sino que sus hijos y sus mujeres se resistieron con obstinación hasta la muerte, de manera que no se terminó la batalla casi hasta media noche. Coronó esta victoria, que fue gloriosa, con el hecho más ilustre todavía de establecer a los fugitivos que pudo haber de aquellos bárbaros, precisándolos a repoblar el país que habían dejado y a levantar las ciudades que habían destruido, siendo todavía en número de más de cien mil; lo que ejecutó por temor de que, adelantándose los germanos, podrían ocupar aquella región.

Por el contrario, la segunda guerra la sostuvo por los galos contra los germanos, sin embargo de haber antes declarado aliado en Roma a su rey Ariobisto; y es que eran vecinos muy molestos a los pueblos sujetos a la república, y se temía que si la ocasión se presentaba, no permanecerían quietos en sus asientos, sino que invadirían y ocuparían la Galia. Viendo, pues, a los caudillos de los galos poseídos del miedo, mayormente a los más distinguidos y jóvenes de los que se le habían reunido, como gente que tenía la idea de pasarlo bien y enriquecerse con la guerra, convocándolos a una junta, les dijo que se retiraran y no se expusieran contra su voluntad, siendo hombres de poco ánimo y dados al regalo, y que con tomar él solamente la legión décima, marcharía a los bárbaros, pues no tendría que pelear con enemigos que valieran más que los cimbros, ni él se reputaba por general inferior a Mario. En consecuencia de esto, la legión décima le envió una embajada para darle gracias; pero las demás se quejaron de sus jefes, y llenos todos los soldados de ardor y entusiasmo, le siguieron el camino de muchos días, hasta acampar a doscientos estadios de los enemigos. Hubo ya en esta marcha una cosa que debilitó y quebrantó la osadía de Ariobisto; porque ir los romanos en busca de los germanos, que estaban en la inteligencia de que si ellos se presentasen ni siquiera aguardarían aquéllos por lo inesperado, le hizo admirar la resolución de César y vio a su ejército sobresaltado. Todavía los descontentaron más los vaticinios de sus mujeres, las cuales, mirando a los remolinos de los ríos y formando conjeturas por las vueltas y ruido de los arroyos, predecían lo futuro; y éstas no les dejaban que dieran la batalla hasta que apareciera la luna nueva. Habiéndolo entendido César y viendo a los germanos en reposo, le pareció más conveniente ir contra ellos cuando estaban desprevenidos, que esperar a que llegara su tiempo; y acometiendo a sus fortificaciones y a las alturas sobre que tenían su campo, los provocó e irritó a que impelidos de la ira bajasen a trabar combate; y habiéndolos desordenado y puesto en huida, los persiguió por cuarenta estadios hasta llegar al Rin, llenando todo aquel terreno de cadáveres y de despojos. Ariobisto, adelantándose con unos cuantos, pasó el Rin, y se dice haber sido ochenta mil el número de los muertos.

Ejecutadas estas hazañas, dejó en los secuanos las tropas para pasar el invierno; y queriendo tomar conocimiento de las cosas de Roma, bajó a la Galia del Po, que era de la provincia en que mandaba, porque el río llamado Rubicón separa la Galia situada de la parte de acá de los Alpes del resto de la Italia. Desde allí ganaba partido con el pueblo, pues eran muchos los que iban a verle, dando a cada uno lo que le pedía y despachándolos a todos contentos; a unos por haber ya recibido lo que apetecían, y a otros por haberlos lisonjeado con esperanzas; de manera que por todo el tiempo que de allí en adelante se mantuvo en la provincia, sin que lo advirtiese Pompeyo, ora estuvo quebrantando con las armas de los ciudadanos a los enemigos, y ora con las riquezas y despojos de éstos conquistando a los ciudadanos. Mas habiendo entendido que los belgas, que eran los más poderosos de los celtas y poseían la tercera parte de la Galia, se habían rebelado, teniendo reunidos muchos millares de hombres sobre las armas, precipitó su vuelta y marchó allá con la mayor celeridad. Sobrecogió a los enemigos talando el país de los galos, aliados de la república; y habiendo derrotado a la muchedumbre que peleó cobardemente, a todos los pasó al filo de la espada; de manera que los lagos y ríos profundos se pudieron transitar por encima de los montones de cadáveres. De los pueblos sublevados, los de la parte del océano todos se sometieron voluntariamente, y sólo tuvo que hacer la guerra a los nervios, que eran los más feroces y belicosos; los cuales habitaban en espesos encinares y tenían sus familias y sus haberes en lo profundo de una selva a la mayor distancia de los enemigos. Éstos, pues, en número de sesenta mil hombres, cargaron repentinamente a César al tiempo de estar poniendo su campo, lejos de esperar tan imprevista batalla; y a la caballería lograron ponerla en fuga y, envolviendo las legiones duodécima y séptima, dieron muerte a todos los cabeza de fila; y si César, tomando el escudo y penetrando por entre los que le precedían, no hubiera acometido a los enemigos, y la legión décima, viendo su peligro, no hubiera acudido prontamente desde las alturas y hubiera desordenado la formación de los enemigos, es probable que ninguno se habría salvado. Aun así, con haber sostenido por el arrojo de César un combate muy superior a sus fuerzas, no pudieron rechazar a los nervios sino que allí los acabaron defendiéndose; pues se dice que de sesenta mil sólo se salvaron quinientos, y de cuatrocientos senadores tres.

Recibidas estas noticias por el Senado, decretó que por quince días se sacrificase a los dioses, y que aquéllos, absteniéndose de todo trabajo, se pasasen en fiestas, no habiéndose nunca señalado otros tantos por ninguna victoria; y es que el peligro se reputó grande por amenazar a un tiempo tantas naciones; haciendo también más insigne este vencimiento la pasión con que la muchedumbre miraba a César, por ser éste el que lo había alcanzado; el cual, habiendo dejado en buen estado las cosas de la Galia, volvió otra vez a invernar en el país regado por el Po para continuar sus manejos en la ciudad, pues no solamente los que aspiraban a las magistraturas por su mediación y los que las obtenían sobornando al pueblo con el caudal que él les remitía hacían cuanto estaba a su alcance para adelantarlo en influjo y poder, sino que de los ciudadanos más principales y de mayor opinión los más habían acudido a visitarle a Luca; y entre éstos, Pompeyo y Craso, Apio, comandante de la Cerdeña, y Nepote, procónsul de la España, de manera que se juntaron hasta ciento veinte lictores, y del orden senatorio, arriba de doscientos. Convínose en un consejo que tuvieron, en que Pompeyo y Craso serían nombrados cónsules y que a César se le asignarían fondos y otros cinco años de mando militar, que fue lo que pareció más extraño a los que examinaban las cosas sin pasión, por cuanto los mismos que recibían grandes sumas de César, estos mismos persuadían al Senado a que le hiciera asignaciones, como si estuviera falto, o por mejor decir, lo precisaban a ejecutarlo y a llorar sobre lo propio que decretaba, pues se hallaba ausente Catón porque de intento lo habían enviado a Chipre; y aunque Fabonio, que seguía las huellas de Catón, se salió fuera de la curia a gritar al pueblo cuando vio que no sacaba ningún partido, nadie hizo caso: algunos por respeto a Pompeyo y a Craso, y los más por complacer a César, sobre cuyas esperanzas vivían descansados.

Restituido César al ejército que había dejado en las Galias, tuvo que volver a una reñida guerra en la propia región, a causa de que dos grandes naciones de Germania habían acabado de pasar el Rin con el intento de adquirir nuevas tierras, de las cuales era la una de los usipetes y la otra de los tencteros. Acerca de la batalla lidiada contra estos enemigos escribió César en sus Comentarios que, habiéndole enviado los bárbaros una embajada para tratar de paz, le pusieron celadas en el camino, con lo que le derrotaron la caballería, que constaba de cinco mil hombres, bien desprevenidos para semejante traición con ochocientos de los suyos; y que como le enviasen después otros para engañarle segunda vez, los detuvo y movió contra ellos con todo su ejército, creyendo que sería gran simpleza guardar fe a hombres tan infieles y prevaricadores. Canisio dice que Catón, al decretar el Senado fiestas y sacrificios por esta victoria, abrió dictamen sobre que César fuese entregado a los bárbaros, para que así expiase la ciudad la abominación de haber quebrantado la tregua y la execración se volviese contra su autor. De los que habían pasado fueron destrozados en aquella acción cuatrocientos mil, y a los pocos que volvieron los recibieron los sicambros, que eran otra de las naciones de Germania. Sirvióle esto de motivo a César para ir contra ellos, y más que por otra parte le estimulaba la gloría de ser el primero que con ejército hubiese pasado el Rin. Echó, pues, en él un puente, sin embargo de ser sumamente ancho y llevar por aquella parte gran caudal de agua con una corriente impetuosa y rápida, que con los troncos y árboles que arrastraba conmovía los apoyos y postes del puente; pero oponiendo a este choque grandes maderos hincados en medio del río, y refrendando la fuerza del agua que hería en la obra, dio un espectáculo que excede toda fe, habiendo acabado el puente en sólo diez días.

Pasó sus tropas sin que nadie se atreviera a hacerle resistencia; y como aun los suevos, gente la más belicosa de Germania, se metiesen en barrancos profundos y cubiertos de arbolado, dando fuego a lo que pertenecía a los enemigos y alentando y tranquilizando a los que siempre se habían mostrado adictos a los romanos, se retiró otra vez a la Galia, habiendo sido de diez y ocho días su detención en Germania. La expedición a Bretaña dio celebridad a su osadía y determinación, porque fue el primero que surcó con armada el océano occidental y que navegó por el Atlántico llevando consigo un ejército para hacer la guerra; y cuando no se creía que fuese una isla a causa de su extensión, y era por lo tanto materia de disputa para muchos escritores, que la tenían por un puro nombre y por una voz de cosa inventada que en ninguna parte existía, se propuso sujetarla, llevando fuera del orbe conocido la dominación de los romanos. Dos veces hizo la travesía a la isla desde la parte de la Galia que le cae enfrente; y habiendo en continuadas batallas maltratado a los enemigos, más bien que aprovechado en nada a los suyos, pues que no había cosa del menor valor entre gentes infelices y pobres, no dio a aquella guerra el fin que deseaba, sino que, contentándose con recibir rehenes del rey y arreglar los tributos, se volvió de la isla. A su llegada encontró cartas que iban a mandársele de sus amigos de Roma, en las que le anunciaban el fallecimiento de su hija, que había muerto de parto en la compañía de Pompeyo. Grande fue el pesar de éste y grande el de César; mas también los amigos se apesadumbraron viendo disuelto el deudo que había conservado en paz y en concordia la república, bien doliente y quebrantada de otra parte, porque el niño murió también luego, habiendo sobrevivido a la madre pocos días. La muchedumbre cargó, contra la voluntad de los tribunos de la plebe, con el cadáver de Julia, y le llevó al campo Marcio, donde se le hicieron las exequias y yace sepultado.

Repartió César por precisión sus fuerzas, que ya eran de consideración, en diversos cuarteles de invierno; y marchando él a Italia, como lo tenía de costumbre, volvieron otra vez a inquietarse por todas partes los galos, y dirigiéndose con ejércitos numerosos contra los cuarteles de los romanos, intentaban tomarlos; y la mayor y más poderosa fuerza de los sublevados, conducida por Ambiorige, había dado muerte a Cota y Titorio en su mismo campamento. A la legión mandada por Cicerón la cercaron con sesenta mil hombres, y estuvo en muy poco que la tomasen a viva fuerza estando ya todos heridos; sino que por su valor se defendieron más allá de lo que podían. Diose parte de estos sucesos a César, que se hallaba ya muy lejos; pero retrocedió con la mayor presteza, y juntando en todo hasta unos siete mil hombres marchó con ellos a ver si podía sacar del sitio a Cicerón. No se les ocultó a los sitiadores que le salieron al encuentro, ciertos de oprimirle por el desprecio con que miraban sus pocas fuerzas; mas él, usando ardides, les huía el cuerpo continuamente; y tomando una posición propia de quien peleaba con pocos contra muchos, fortificó su campamento, donde contuvo a los suyos de todo combate y los precisó a establecer trincheras y a hacer obras en las puertas, como si estuvieran temerosos, preparando así de intento el que lo despreciaran; hasta que saliendo cuando los enemigos estaban sueltos y desordenados con la nimia confianza, los deshizo y desbarató haciendo en ellos gran matanza.

Esto reprimió muchas de las rebeliones de los galos por aquella parte, y también el que el mismo César recorrió el país y acudió a todas partes en medio del invierno, estando muy atento a cualquiera novedad. Viniéronle además de Italia, en lugar de las tropas perdidas, tres legiones: dos que le prestó Pompeyo de las que estaban a sus órdenes, y una que él había levantado en la Galia del Po. En tanto, lejos de allí brotaron y salieron a luz las semillas esparcidas de antemano y fomentadas en secreto por hombres poderosos entre la gente más belicosa, de la guerra más porfiada y de mayor riesgo de cuantas allí se ofrecieron; semillas, corroboradas con numerosa juventud, con armas buscadas por todas partes, con grandes caudales recogidos al intento, con ciudades fortificadas y con puestos casi inexpugnables. Era esto en la estación del invierno; y los ríos helados, las selvas cubiertas de nieve, las llanuras inundadas con los torrentes, los caminos confundidos con la profunda nieve y la inseguridad de la marcha por los lagos y arroyos salidos de madre; todo parece que concurría a poner a los rebeldes fuera del alcance de César. Eran muchas las gentes sublevadas; pero los que llevaban la voz eran los arvernios y carnutes; y la autoridad suprema para la guerra se había conferido por elección a Vercingéntorix, a cuyo padre habían dado muerte los galos por parecerles que se erigía en tirano.

Éste, pues, repartiendo sus fuerzas en muchas divisiones, y poniéndolas al mando de diversos caudillos, procuraba hacer entrar en su plan a todo el país del contorno hasta el río Araris, llevando la idea, si lograba que en Roma se formase partido contra César, de concitar para aquella guerra a toda la Galia; y si esto lo hubiera hecho poco después, cuando ya César estaba implicado en la guerra civil, no hubieran sido los temores que en tal caso se hubieran apoderado de la Italia menos violentos que aquellos que los cimbros le causaron. Mas ahora César, cuyo ingenio era sacar partido de todos los accidentes para la guerra, y sobre todo aprovechar la ocasión en el momento mismo de serle la rebelión anunciada, levantando el campo, volvió por el mismo camino que había traído, y con la fuerza y la celeridad de su marcha, a pesar de los indicados obstáculos, demostró a los bárbaros ser infatigable e invencible el ejército que los perseguía: pues cuando creían que en mucho tiempo no pudiera llegarle ni mensajero ni correo, le vieron ya sobre sí con todo el ejército, talando sus tierras, apoderándose de sus puestos, asolando sus ciudades y volviendo a su amistad a los que habían hecho mudanza, hasta que también entró en la guerra contra él la nación de los eduos, que habiéndose apellidado en todo el tiempo anterior hermanos de los romanos, entonces se habían unido con los rebeldes, siendo motivo de no pequeño desaliento para el ejército de César. Retiróse, pues, de allí por esta causa y pasó los términos de los lingones, para ponerse en contacto con los secuanos, que eran amigos y estaban interpuestos entre la Italia y el resto de la Galia. Fuéronle allí a buscar los enemigos, y aunque le opusieron por todas partes muchos millares de hombres, les dio batalla; y a todos los demás los venció y sojuzgó a fuerza de tiempo y del terror que llegó a causarles; pero al principio parece tuvo algún descalabro; y los arvernios muestran una espada suspendida en el templo como despojo de César, la que él mismo vio algún tiempo después y se echó a reír; y proponiéndole los amigos que la quitase, no vino en ello, teniéndola por sagrada.

Con todo, los más de los que pudieron salvarse se refugiaron con el rey a la ciudad de Alesia. Púsole sitio César, y cuando parecía inexpugnable por la altura de sus murallas y la muchedumbre de los que la defendían, sobrevino de la parte de afuera un peligro superior a todo encarecimiento: porque de las gentes más poderosas en armas de la Galia que se hallaban congregadas, vinieron sobre Alesia trescientos mil hombres, y los combatientes que había dentro de ella no bajaban de ciento setenta mil; de manera que sorprendido y sitiado César en medio de tan peligrosa guerra, se vio en la precisión de correr dos trincheras, una contra la ciudad y otra al frente de la muchedumbre que había llegado; pues si ambas fuerzas se juntaban, todo debía tenerse por perdido. Así, por muchas razones fue justamente celebrada esta guerra de Alesia, habiéndose verificado en ella hechos de valor y pericia como en ninguna otra; pero principalmente debe ser mirado con admiración el que pudiera conseguir César que en la ciudad no se tuviese noticia de que afuera combatía y estaba en acción con tantos millares de enemigos; y mucho más todavía que no lo supiesen tampoco los romanos que defendían la otra trinchera. Porque nada entendieron de la victoria hasta que oyeron los lamentos de los hombres y el llanto de las mujeres de Alesia, que veían de la otra parte muchos escudos adornados con plata y oro, muchas corazas salpicadas de sangre, y además tazas y tiendas de los galos trasladadas por los romanos a su campamento: ¡con tanta presteza se borró y pasó toda aquella fuerza como una ilusión o un sueño, habiendo perecido la mayor parte en la batalla! Los que custodiaban a Alesia, después de haber padecido mucho y de haber dado bien en que entender a César, al fin se rindieron. El general en jefe, Vercingéntorix, tomó las armas más hermosas que tenía, enjaezó ricamente su caballo, y saliendo con él por la puerta, dio una vuelta alrededor de César, que se hallaba sentado; apeóse después, y arrojando al suelo la armadura, se sentó a los pies de César y se mantuvo inmoble, hasta que se le mandó llevar y poner en custodia para el triunfo.

Tenía ya César meditado tiempo había acabar con Pompeyo, como éste sin duda acabar con aquél; porque muerto a manos de los partos Craso, que era el antagonista de entrambos, sólo le restaba al que aspiraba a ser el mayor el quitar de delante al que lo era, y a éste, para no verse en semejante caso, el adelantarse a acabar con aquel de quien podía temer. Este temor era reciente en Pompeyo, que antes apenas hacía caso de César, no teniendo por obra difícil el abatir a aquel a quien el mismo había elevado. Mas César, que desde el principio había echado estas cuentas acerca de sus rivales, a manera de un atleta, se puso, hasta que fuese tiempo, lejos de la arena, ejercitándose en las guerras de la Galia; examinó su poder, aumentó con obras su gloria hasta ponerse a la altura de los brillantes triunfos de Pompeyo, y estuvo en acecho de motivos y pretextos, que no le faltaron, facilitándolos ora Pompeyo, ora las ocasiones y ora el mal gobierno de Roma, que llegó a punto de que los que pedían las magistraturas pusiesen mesas en medio de la plaza para comprar descaradamente a la muchedumbre, y el pueblo asalariado se presentaba a contender por el que lo pagaba, no sólo con las tablas de votar, sino con arcos, con espadas y con hondas. Decidiéronse las votaciones no pocas veces con sangre y con cadáveres; profanando la tribuna y dejando en anarquía a la ciudad, como nave a quien falta quien la gobierne, de manera que los hombres de juicio tenían a buena dicha el que en tanto desconcierto y en tan deshecha borrasca no padeciesen los negocios públicos mayor mal que el de venir a ponerse en manos de uno; y aun muchos hubo que se atrevieron a decir en público que sin el mando de uno solo era intolerable aquel gobierno; y que el modo de que se hiciera más llevadero este remedio sería recibirle del más benigno entre los diferentes médicos, significando a Pompeyo. Como éste de palabra afectase rehusarlo, pero de obra nada le quedase por hacer para que se le nombrase dictador, meditando sobre ello Catón, persuadió al Senado de que podría tomarse el medio de designarle cónsul único para que no arrancara por fuerza la dictadura, conformándose con una monarquía más legítima; y el Senado además le prorrogó el tiempo de sus provincias. Eran dos las que tenía: la España y toda el África, las que gobernaba por medio de legados, y manteniendo ejércitos, para los que recibía del erario público mil talentos cada año.

En esto, César pidió el consulado por medio de comisionados y que igualmente se le prorrogara el tiempo de su mando en las provincias; y al principio Pompeyo no hizo oposición; pero hiciéronla Marcelo y Léntulo, enemigos por otra parte de César; y a lo que podía contemplarse preciso, añadieron cosas que no lo eran, en su afrenta y vilipendio. Porque habiendo César hecho poco antes colonia a Novocomo, en la Galia, despejaron a los habitantes del derecho de ciudad; y hallándose Marcelo de cónsul, a uno de sus decuriones que había venido a Roma le afrentó con las varas, añadiendo que le castigaba de aquella manera en señal de que no era ciudadano romano; y le dijo que fuera y lo manifestara a César. Después de este hecho de Marcelo, como ya César hubiese procurado que todos participasen largamente de las riquezas de la Galia; a Curión, tribuno de la plebe, le hubiese redimido de sus muchas deudas, y a Paulo, entonces cónsul, le hubiese hecho el obsequio de mil quinientos talentos, con los que compró y adornó la célebre Basílica, edificada en la plaza en lugar de la de Fulvio; temiendo ya entonces Pompeyo la sublevación, trabajó abiertamente por sí y por sus amigos para que se le diera a César sucesor en el gobierno, y él envió a pedir los soldados que le había prestado para la guerra de la Galia. Envióselos éste, habiendo agasajado a cada soldado con doscientos y cincuenta dracmas; pero los que se los trajeron a Pompeyo esparcieron en el pueblo especies injuriosas y nada lisonjeras contra César, y al mismo Pompeyo le engrieron con vanas esperanzas, haciéndole entender que era deseado en el ejército de César; y que si en Roma encontraba obstáculos y dificultades por la envidia, y por los recelos que siempre trae el gobernar, aquellas fuerzas las tenía prontas, y sólo conque pusiese el pie en Italia, al punto se pasarían a su partido, pues tan molesto había llegado a hacerse César generalmente al soldado, y tan sospechoso de que aspiraba a la tiranía. Pompeyo con estas relaciones se llenó de orgullo, y desatendiendo el arreglo y orden del ejército, como hombre que no tenía por qué temer, en sus expresiones y sus dictámenes se declaraba contra César, manifestando su ánimo de hacer que se le derribase; pero a éste se le daba bien poco; y se dice que estando uno de los cabos de su ejército a la puerta del Senado, y oyendo que no se prorrogaría a César el tiempo de su mando, dijo: "Pues ésta se lo prorrogará", echando mano a la empuñadura de su espada.

Con todo, la pretensión de César tenía la más recomendable apariencia de justicia, porque proponía dejar por su parte las armas, y que haciendo otro tanto Pompeyo, ambos pusieran su suerte en manos de los ciudadanos, pues de otra manera quitando las provincias al uno, y confirmando al otro el poder que tenía, a aquél lo abatían y a éste le preparaban los caminos de la tiranía. Habiendo hecho esta misma proposición ante el pueblo, Curión, tribuno de la plebe, a nombre de César, fue muy aplaudido, y aun algunos arrojaron coronas sobre él, como se derraman flores sobre un atleta. Otro tribuno de la plebe, Antonio, mostró a la muchedumbre una carta que había recibido de César sobre este mismo objeto y la leyó, a pesar de la oposición de los cónsules. Mas en el Senado, Escipión, suegro de Pompeyo, abrió este dictamen: que si para el día que se prefijara no deponía César las armas, se le declarara enemigo público. Preguntando, pues, los cónsules si les parecía que Pompeyo depusiera las armas, y las depusiera César, aquella parte tuvo pocos votos, y ésta todos, a excepción de muy pocos; mas insistiendo de nuevo Antonio en que ambos hicieran dimisión de todo mando, a esta sentencia se arrimaron todos con unanimidad; pero instando a Escipión, y gritando el cónsul Léntulo que contra un ladrón lo que se necesitaba eran armas y no votos, se disolvió el Senado; y a causa de esta sedición mudaron vestidos como en un duelo público.

Vinieron en esto cartas de César que le acreditaban de moderado; porque pedía que dejando todo lo demás de sus antiguas provincias, se le diera la Galia Cisalpina y el Ilírico con dos legiones hasta pedir el segundo consulado; y Cicerón el orador, que ya había vuelto de la Cicilia y andaba en transacciones, ablandó a Pompeyo hasta el punto de venir en todo lo demás, excepto en el artículo de los soldados; y el mismo Cicerón alcanzó de los amigos de César que cediesen hasta responder de que aquél se contentaría con las provincias expresadas y con sólo seis mil soldados. Aun a esto se dobló y accedió Pompeyo; pero Léntulo, usando su autoridad de cónsul, no lo permitió, sino que llenando de improperios a Antonio y a Casio, los expelió ignominiosamente del Senado, proporcionando a César el más plausible pretexto que pudiera desear, y del que se valió principalmente para inflamar a los soldados, poniéndoles a la vista que varones tan principales y adornados de mando habían tenido que huir en carros alquilados bajo el disfraz de esclavos, porque realmente así era como por miedo habían salido de Roma.

Las tropas que tenía consigo no eran más que unos trescientos caballos y cinco mil infantes, porque el resto del ejército lo había dejado al otro lado de los Alpes, y habían de conducirlo los que al efecto había enviado. Mas poniendo la vista en el principio de las grandes cosas que meditaba, considerando que el éxito de su primer acometimiento no tanto necesitaba de grandes fuerzas como dependía del terror que produce el arrojo, y de la celeridad en aprovechar la ocasión, siéndole más fácil pasmar con la sorpresa que violentar con el aparato de tropas, dio orden a los jefes y cabos para que, llevando sólo las espadas, sin otras armas, ocuparan Arimino, ciudad populosa de la Galia, a fin de tomarla con la menor confusión y muertes que fuese posible, para lo que dio las correspondientes fuerzas a Hortensio. Por lo que hace a él mismo, pasó el día a la vista del público asistiendo al espectáculo de unos gladiadores que se ejercitaban; pero a la caída de la tarde se bañó y ungió, se restituyó a su cámara, pasó un breve rato con los que tenía convidados a cenar, y levantándose de la mesa cuando apenas era de noche, habló con grande afabilidad a todos los demás y les dijo que le aguardaran, aparentando que había de volver; mas a unos cuantos de sus amigos les tenía prevenido que le siguiesen, no todos juntos, sino unos por una parte y otros por otra. Montó, pues, en un carruaje de los de alquiler, tomando al principio otro camino; pero volviendo luego al de Arimino, cuando llegó al río que separa la Galia Cisalpina del resto de la Italia, llámase el Rubicón, como al estar más cerca del riesgo se ofreciese con más viveza a su imaginación lo grande de la empresa, cesó de correr, y aun detuvo enteramente la marcha, resolviendo en su ánimo muchas cosas, mudando en silencio de dictamen, ya hacia uno ya hacia otro extremo, y haciendo en su propósito continuas variaciones. Mostróse asimismo muy perplejo a los amigos que se hallaban presentes, de cuyo número era Asinio Polión, calculando con ellos los grandes males de que iba a ser principio el paso de aquel río, y cuánta había de ser la memoria que de él quedara a los que después vendrían. Por fin, con algo de cólera, como si dejándose de discursos se abandonara a lo futuro, y pronunciando aquella expresión común, propia de los que corren suertes dudosas y aventuradas, tirado está ya el dado, se arrojó a pasar; y continuando con celeridad lo que restaba de camino, llegó a Arimino antes del día, y le ocupó. Dícese que la noche anterior a este paso tuvo un ensueño abominable, pues le pareció que se acercaba a su madre con una mezcla que sin horror no puede pronunciarse.

Después de tomado Arimino, como si a la guerra se le hubiesen abierto anchurosas puertas contra toda la tierra y el mar, y como si las leyes de la república se hubieran conmovido con traspasarse los términos de una provincia, no se veía a hombres y mujeres como en otras ocasiones discurrir por la Italia, sino alborotadas las ciudades enteras, y que huyendo corrían de unas a otras. La misma Roma, como inundada de diferentes olas con la fuga y concurso de los pueblos del contorno ni obedecía fácilmente a los magistrados, ni escuchaba razón alguna en semejante tumulto y borrasca; y estuvo en muy poco que por sí misma no fuese destruida. Porque no había parte alguna que no estuviese agitada de pasiones contrarias y de conmociones violentas; y ni aun la que parecía deber hallarse contenta estaba en reposo, sino que encontrándose en una ciudad tan grande, con la que estaba temerosa y triste, y vanagloriándose ya de lo venidero, tenían continuos altercados. A Pompeyo, de suyo bastante cuidadoso, cada uno le molestaba por su parte, acusándole unos de que por haber fomentado a César contra sí mismo y contra la república llevaba ahora su merecido; y otros de que cuando éste condescendía y se prestaba a condiciones equitativas, había permitido a Léntulo que lo maltratase. Fabonio le decía que diera una patada en el suelo; aludiendo a que en cierta ocasión, hablando con aire de jactancia en el Senado, se opuso a que se entrara en solicitud y en cuidado sobre preparativos para la guerra; porque cuando el otro se moviese, él con dar una patada en el suelo llenaría de tropas la Italia. Entonces mismo las fuerzas de Pompeyo eran superiores a las de César, sino que nadie le dejaba obrar según su propio dictamen, y sucediéndose las noticias, las mentiras y los terrores, por decirse que ya el enemigo esta a las puertas, y todo lo había sometido, fue arrebatado del impulso común. Decretó, pues, que se estaba en estado de sedición y abandonó la ciudad, mandando que le siguiera el Senado y que no se quedara nadie de los que a la tiranía prefirieran la patria y la libertad.

Los cónsules huyeron sin haber hecho siquiera antes de su salida los sacrificios por la ley, y huyeron los más de los senadores, tomando a manera de robo lo que era propio, como si fuese ajeno. Hubo algunos que habiendo sido antes partidarios acérrimos de César, cayeron entonces, en medio de la confusión, de su anterior propósito, y sin motivo fueron arrebatados de la violencia de aquella corriente. Era a la verdad espectáculo triste el de Roma, y en medio de aquella tormenta parecía nave de cuya salud desesperan los pilotos, y que es de ellos abandonada para que sea la suerte quien la conduzca. Pues con todo de ser tan lastimosa y miserable esta mudanza, los ciudadanos veían la patria, a causa de Pompeyo, en aquella turba fugitiva; y en Roma no veían sino el campamento de César, de manera que hasta Labieno, uno de los mayores amigos de César y que había sido su legado y había combatido denodadamente a su lado en todas las guerras de la Galia, se separó entonces de él y marchó a unirse con Pompeyo; pero a Labieno le remitió César su equipaje y cuanto le pertenecía. El primer paso de éste fue marchar en busca de Domicio, que con treinta cohortes ocupaba Corfinio, y puso frente de esta ciudad su campo. Diose Domicio por perdido y pidió al médico, que era uno de sus esclavos, le diese un veneno; y tomando el que le propinó, se retiró para morir; pero habiendo oído al cabo de poco que César usaba de gran humanidad con los prisioneros, se lamentaba de sí mismo y condenaba su precipitada determinación. En esto, como el médico le alentase diciéndole que era narcótica y no mortífera la bebida que había tomado, se puso muy contento, y levantándose se dirigió a César; y no obstante que éste le alargó la diestra, volvió a pasarse al partido de Pompeyo. Llegadas a Roma estas notificaciones, dilataban los ánimos, y algunos de los que habían huido se volvieron.

Tomó César el ejército de Domicio y se anticipó a ir recogiendo por las ciudades todas las demás tropas levantadas para su contrario; con las que hecho ya fuerte y poderoso, marchó contra el mismo Pompeyo. Mas éste no aguardó su llegada, sino que huyendo a Brindis, a los cónsules los envió primero con el ejército a Dirraquio, y él de allí a poco se hizo también a la vela al aproximarse César, según que en la Vida de aquel lo manifestaremos con mayor individualidad. Quería César ir al punto en su seguimiento, pero faltábanle las naves, por lo que retrocedió a Roma, hecho dueño de toda la Italia en sesenta días sin haberse derramado una gota de sangre. Como hubiese encontrado la ciudad más sosegada de lo que esperaba y muchos del Senado permanecían en ella, a éstos les dirigió palabras humanas y populares, y los exhortó a que enviasen a Pompeyo personas que tratasen con él de una transacción decorosa; pero no hubo quien se prestara a ello, bien fuese por temor a Pompeyo, a quien habían abandonado, o bien por creer que no siendo tal la intención de César, sólo usaba del lenguaje que el caso pedía. Opúsosele el tribuno de la plebe Metelo a que tomara caudales del repuesto de la república; y como alegase a este propósito ciertas leyes, le respondió: "que uno era el tiempo de las armas, y otro el de las leyes; y si estás mal —añadió— con lo que yo ejecuto, por ahora quítate de delante, porque la guerra no sufre demasías. Cuando yo haya depuesto las armas en virtud de un convenio, entonces podrás venir a hacer declamaciones; y aun esto lo digo cediendo de mi derecho, porque mío eres tú y todos aquellos sublevados contra mí de quienes me he apoderado". Al mismo tiempo que dirigía estas expresiones a Metelo, se encaminaba a las puertas del erario, y no apareciendo las llaves, envió a llamar cerrajeros, a quienes dio orden de que las franquearan; y como Metelo volviese a hacer insistencia, habiendo algunos que lo celebraban, le amenazó en voz alta que le quitaría la vida si no desistía de incomodarle; "y esto ya sabes, oh joven —añadió—, que me cuesta más el decirlo que el hacerlo". Hicieron estas palabras que Metelo se retirara temeroso y que ya le fuese fácil el allegar y disponer todo lo demás necesario para la guerra.

Marchó con tropas a España, resuelto a arrojar de allí ante todas cosas a Afranio y Varrón, lugartenientes de Pompeyo, y a mover, después de haber puesto bajo su obediencia las fuerzas y provincias de aquella parte, contra Pompeyo mismo, no dejando ningunos enemigos a la espalda. Corrió allí grandes peligros en su persona por asechanzas, y en su ejército principalmente por el hambre; y con todo, no se dio reposo, persiguiendo, provocando y circunvalando a los enemigos, hasta hacerse dueño a viva fuerza de sus campamentos y de sus tropas; mas los jefes pudieron huir y marcharon a unirse con Pompeyo.

Vuelto César a Roma, le exhortaba su suegro Pisón a que enviara mensajeros a Pompeyo para tratar de concierto; pero Isáurico, por saber que complacía en ello a César, contradijo este parecer. Elegido dictador por el Senado, restituyó a los desterrados y rehabilitó en sus honores a los hijos de los que habían padecido por las proscripciones de Sila, y para alivio de carga hizo alguna reducción en las usuras a favor de los deudores. Por este término tomó algunas otras providencias, aunque no muchas; y habiendo abdicado esta especie de monarquía a los once días, se designó cónsul a sí mismo y a Servilio Isáurico, y convirtió su atención al ejército. Marchaba presuroso, por lo que pasó en el camino a las demás tropas; y no teniendo consigo más que seiscientos hombres de a caballo escogidos, y cinco legiones en el trópico del invierno, a la entrada del mes de enero, equivalente para los atenienses al de Poseidón, se entregó al mar; y pasando el Jonio, tomó Orico y Apolonia, e hizo que los buques volviesen a Brindis para traer a los soldados que se habían retrasado en la marcha, Éstos, mientras iban de camino, como ya tuviesen quebrantados sus cuerpos y les pareciese no hallarse con fuerzas para tal multitud de guerras, se desahogaban en quejas contra César: "¿Qué término —decían— pondrá este hombre a nuestros trabajos, trayéndonos, y llevándonos como si fuésemos infatigables e insensibles? El hierro mismo se mella con los golpes, y al cabo de tanto tiempo hay que atender a la desmejora del escudo y la coraza. ¿Es posible que de nuestras heridas no colige César que manda a hombres mortales y que el padecer y sufrir tienen que acabarse? La estación del invierno y los borrascosos tiempos del mar, ni a los dioses es dado violentarlos; y éste nos aguijonea y precipita, no como quien persigue, sino como quien es perseguido de sus enemigos". Ésta era la conversación mientras sosegadamente seguían el camino de Brindis; pero cuando a su llegada se hallaron conque César se había marchado, mudando al punto de estilo, empezaron a maldecir de sí mismos, apellidándose traidores de su emperador, y maldecían a sus caudillos por no haber aligerado más el viaje. Subíanse sobre las eminencias que dominaban el mar y el Epiro para ver si descubrían las naves en que habían de pasar a esta región.

En Apolonia, no teniendo César por suficientes las fuerzas que consigo tenía y retardándose demasiado las que estaban en la otra parte, perplejo e incomodado tomó una resolución violenta, que fue embarcarse, sin dar parte a nadie, en un barquito de doce remos, y dirigirse en él a Brindis, estando aquel mar poblado de tantas naves pertenecientes a las escuadras enemigas. De noche, pues, envuelto en las ropas de un esclavo, se metió en el barco y, tomando lugar como un hombre oscuro, se quedó callado. Por el río Aoo había de bajar la embarcación al mar; y la brisa de la mañana, retirando las olas suele mantener la bonanza en la desembocadura; pero en aquella noche el viento de mar que sopló con fuerza no dio lugar a que aquélla reinase. Acrecentado por tanto el río con el flujo del mar, le hicieron tan peligroso y temible el ruidoso estruendo y los precipitados remolinos, que dudando el piloto poder contrarrestar la violencia de las aguas, dio orden a los marineros de mudar el rumbo con ánimo de volver al puerto. Adviértelo César, se descubre y tomando la mano al piloto, que se queda pasmado al verle: "Sigue, buen hombre —le dice—: ten buen ánimo, no temas, que llevas contigo a César y su fortuna". Olvidanse los marineros de la tempestad, e impeliendo con gran fuerza los remos, porfían con ahínco por vencer la corriente; mas siendo imposible, y haciendo mucha agua el barco, con lo que se puso en peligro su misma persona, tuvo que condescender muy contra su voluntad con el piloto, que al cabo dispuso la vuelta. Al desembarcar sálenle al encuentro en tropel los soldados, quejándose y doliéndose de que no crea que con ellos solos puede vencer, y de que se afane y ponga en peligro por los ausentes, desconfiando de los que tiene consigo.

En esto Antonio salió de Brindis conduciendo las tropas, con lo que alentado ya César, provocaba a Pompeyo, establecido en lugar ventajoso y provisto abundantemente por mar y por tierra; cuando él, habiéndose hallado en estrechez desde el principio, por fin se veía en el mayor conflicto por la absoluta falta hasta de lo preciso; mas con todo, machacando los soldados cierta raíz, y mojándola en leche, así iban tirando, y alguna vez, formando panes con ella, corrían a las avanzadas de los enemigos y se los arrojaban dentro de sus trincheras, diciendo que mientras la tierra llevase aquellas raíces, no desistirían de tener sitiado a Pompeyo, el cual no permitía que ni los panes ni estas expresiones llegasen a la muchedumbre, por no desalentar a sus soldados, que temían la dureza e insensibilidad de aquellos enemigos, como podrían las de unas fieras. Continuamente tenían encuentros y combates parciales entre las trincheras de Pompeyo; y en todos se halló César, a excepción de uno solo, en el que, introducido en sus tropas un gran desorden, estuvo en inminente riesgo de perder su campamento. Porque habiendo acometido Pompeyo, nadie quedó en su puesto, sino que los fosos se llenaron de muertos, y al pie del valladar y de las trincheras perecían a montones. Salió César al encuentro y procuró contener y hacer volver el rostro a los fugitivos, pero no adelantó nada. Echaba mano a las insignias; mas los que las conducían las tiraban al suelo, de manera que los enemigos les tomaron treinta y dos, y él estuvo muy cerca de perecer; porque habiendo querido contener a un soldado alto y robusto de los que huían, que le pasaba al lado, mandándole que se detuviese y volviese contra los enemigos, éste, lleno de turbación en aquel conflicto, levantó la espada para desprenderse por fuerza, pero el escudero de César se le anticipó, dividiéndole un hombro. Túvose, pues, por tan perdido, que cuando Pompeyo, por nimia prudencia o por mayor fortuna suya, no concluyó aquella grande obra, sino que se retiró, contento con haber perseguido a los enemigos hasta su campamento, al volver a él César dijo a sus amigos: "Hoy la victoria era de los contrarios, si hubieran tenido quien supiera vencer". Entró en su tienda, pasó la noche en la mayor aflicción, no sabiendo qué hacerse, y culpando su desacierto, pues que cayendo cerca una región mediterránea, y ciudades bien surtidas en la Macedonia y Tesalia, había omitido llevar allá la guerra y se había situado allí a la orilla del mar, cuando los enemigos eran poderosos en él, sitiado más bien por el hambre, que sitiando a aquéllos con sus armas. Afligido y angustiado de esta manera por lo triste y apurado de su situación, levantó el campo con ánimo de marchar a la Macedonia contra Escipión, porque atraería a Pompeyo donde tuviese que pelear sin estar tan provisto por el mar de víveres; o acabaría con Escipión si le dejaba solo.

Engriéronse con esto el ejército de Pompeyo y sus caudillos para instar sobre que se acometiese a César, como vencido ya y fugitivo; pero el mismo Pompeyo se iba con mucho tiento en arriesgarse a una batalla en que se aventuraba tanto; y hallándose perfectamente prevenido todo para largo tiempo, se proponía quebrantar y amansar el hervor de los enemigos, que no podía ser duradero, porque los que componían la principal fuerza de César tenían, sí, disciplina y un ardor invencible para los combates; pero para las marchas, para acampar, para asaltar murallas y pasar malas noches, les faltaba el vigor a causa de la edad; y teniendo ya el cuerpo pesado para las fatigas, la debilidad disminuía el arrojo. Decíase además que en el ejército de César se padecía entonces cierta enfermedad contagiosa, nacida de la mala calidad de los alimentos; siendo lo más esencial todavía, que no estando sobrado en cuanto a fondos ni abundante en provisiones, parecía que dentro de muy breve tiempo había de disolverse por sí mismo.

Con Pompeyo, que por estas razones rehusaba dar una batalla, solamente convenía Catón por el deseo de excusar la sangre de los ciudadanos; pues habiendo visto los enemigos que habían muerto en la batalla anterior, que serían unos mil, se retiró de allí cubriéndose el rostro y derramando lágrimas; pero todos los demás insultaban a Pompeyo porque rehusaba el combate, y trataban de precipitarle, llamándole Agamenón y rey de reyes, y dándoles a entender que no quería dejar la monarquía, hallándose muy contento conque le acompañaran tantos y tales caudillos, y frecuentaran su tienda. Fabonio, queriendo contrahacer la virtuosa libertad de Catón, repetía neciamente este dicharacho: "¿Conque no podremos este año saborearnos con los hijos de Tusculano por la monarquía de Pompeyo?" Y Afranio, que hacía poco había llegado de España, donde se portó mal, diciéndose que sobornado con dinero había hecho entrega del ejército, le preguntó por qué no combatía con aquel mercader que le había comprado las provincias. Importunado Pompeyo con tales improperios, movió por fin contra su voluntad para dar batalla siguiendo el alcance a César. Hizo éste con gran dificultad y trabajo todo lo demás de su marcha, pues no sólo no encontraba quién le suministrara provisiones, sino que era despreciado de todos por la derrota que poco antes había sufrido, pero luego que tomó a Gonfos, ciudad de Tesalia, además de tener con que sobradamente mantener su ejército, le libertó del contagio por un modo bien extraño; y fue que encontraron abundancia de vino, y bebiendo largamente, así en comilonas como en las marchas, con la embriaguez domaron y ahuyentaron la enfermedad, mudando la disposición de los cuerpos.

Luego que llegaron ambos a Farsalia y se acamparon a corta distancia, Pompeyo volvió a adoptar su antiguo propósito, y más que tuvo apariciones infaustas y una visión entre sueños, pareciéndole en ésta que se veía en el teatro aplaudido por los romanos; pero los que tenía consigo estaban tan confiados, y habían concebido tales esperanzas del vencimiento, que sobre el pontificado máximo de César llegaron a altercar Domicio, Espínter y Escipión disputando entre sí; y muchos enviaron a Roma personas que alquilaran y se anticiparan a tomar las casas proporcionadas para cónsules y pretores, dando por supuesto que al instante obtendrían estas dignidades acabada la guerra. De todos, los que más instaban por la batalla eran los de caballería, llenos de vanidad con la belleza de sus armas, con sus bien mantenidos caballos, con la gallardía de sus personas y aun con la superioridad del número, pues eran siete mil hombres contra mil que tenía César. En la infantería tampoco había igualdad, porque cuarenta y cinco mil habían de entrar en lid contra veintidós mil.

Reunió César sus soldados y diciéndoles que dos legiones que le traía Cornificio estaban ya cerca, y otras quince cohortes se hallaban acuarteladas con Caleno en Megara y Atenas, les preguntó si querían aguardar a aquéllos o correr solos el riesgo de la batalla; y ellos clamaron que nada de esperar, y más bien le pedían hiciera de modo que cuanto antes vinieran a las manos con los enemigos. Al hacer la purificación del ejército y sacrificar la primera víctima, exclamó al punto el adivino que al tercer día se decidiría en batalla la contienda con sus enemigos. Preguntándole César si acerca del éxito veía alguna buena señal en las víctimas: "Tú —le dijo— podrás responderte mejor por ti mismo, porque los dioses significan una gran mudanza y trastorno del estado actual en el contrario: por tanto, si a ti te parece que ahora te va bien, debes esperar peor fortuna; y mejor, si entiendes que te va mal". A la medianoche de la que precedió a la batalla, cuando recorría las guardias se vio una antorcha de fuego celeste, que siendo brillante y luminosa mientras estuvo en el campo de César cayó al parecer en el de Pompeyo; y a la hora de la vigilia matutina percibieron que se había suscitado un terror pánico entre los enemigos. Con todo, él no esperó que se diese en aquel día la batalla, y así levantó el campo como para encaminarse a Escotusa.

Cuando ya se habían recogido las tiendas vinieron las escuchas, anunciándole que los enemigos bajaban dispuestos para batalla, con lo que se alegró sobremanera; y haciendo súplicas a los dioses, ordenó su ejército en tres divisiones. El mando del centro lo dio a Domicio Calvino; y de las alas tuvo una Antonio, y él mismo la derecha, habiendo de pelear en la legión décima; y como viese que contra ésta estaba formada la caballería enemiga, temiendo su brillantez y su número, mandó que de lo último de su batalla vinieran sin ser vistas seis cohortes adonde él estaba, y las colocó detrás del ala derecha, instruyéndolas de lo que debían hacer cuando la caballería enemiga acometiese. Pompeyo tomó para sí el ala derecha, la izquierda la dio a Dominicio y el centro lo mandó su suegro Escipión. Toda la caballería amenazaba desde el ala izquierda con intención de envolver la derecha de los enemigos y causar el mayor desorden donde se hallaba el mismo general; porque les parecía que fondo ninguno de infantería podría bastar a resistirles, sino que todo lo quebrantarían y romperían en las filas enemigas, cargando de una vez con tan grande número de caballos. Mas al tiempo de hacer ambos la señal de la acometida, Pompeyo dio orden a su infantería de que estuviera quieta, y a pie firme esperara el ímpetu de los enemigos hasta que se hallaran a tiro de dardo; en lo que dice César cometió un gran yerro, no haciéndose cargo de que la acometida con carrera se hace en el principio temible, porque da fuerza a los golpes, y enciende la ira con el concurso de todos. Por su parte, cuando iba a mover sus tropas y con este objeto las recorría, vio entre los primeros a un cabo de los más fieles que tenía, y muy experimentado en las cosas de la guerra, que estaba alentando a los que mandaba, y exhortándolos a portarse con valor. Saludóle por su nombre: "Y ¿qué podemos esperar —le dijo—, Cayo Crasinio? ¿Cómo estamos de confianza?" Y Crasinio, alargando la diestra y levantando la voz: "Venceremos gloriosamente, oh César —le respondió—; porque hoy, vivo o muerto, me has de dar elogios". Y al decir estas palabras acomete el primero a la carrera a los enemigos, llevándose tras sí a los suyos, que eran ciento veinte hombres. Rompe por entre los primeros, y penetrando con violencia y con mortandad bastante adelante, es traspasado con una espada que, hiriéndole en la boca, pasó la punta hasta salir por el colodrillo.

Cuando de este modo chocaban y combatían en el centro los infantes, movió arrebatadamente del ala izquierda la caballería de Pompeyo, alargando su formación para envolver la derecha de sus enemigos; pero antes de que lleguen salen las cohortes de César, y no usan, según costumbre, las armas arrojadizas, ni hieren de cerca a los enemigos en los muslos y en las piernas, sino que asestan sus golpes a la cara, y en ella los ofenden, amaestrados por César para que así lo ejecutasen, por esperar que unos hombres que no estaban hechos a guerras ni a heridas, jóvenes por otra parte y preciados de su hermosura y belleza, evitarían sobre todo esta clase de heridas, no tolerando el peligro en el momento presente, y temiendo la vergüenza que habían de pasar después, como efectivamente sucedió; porque no pudiendo sufrir las lanzas dirigidas al rostro, ni tuvieron valor para ver el hierro delante de los ojos, sino que o volvieron o se taparon la cara para ponerla fuera de riesgo. Finalmente asustados por este medio, dieron a huir, echándolo todo a perder vergonzosamente; porque los que vencieron a éstos envolvieron la infantería y la destrozaron cayendo por la espalda. Pompeyo, cuando desde la otra ala vio que los de caballería se habían desbandado, entregándose a la fuga, ya no fue el mismo hombre, ni se acordó de que se llamaba Pompeyo Magno, sino que semejante a aquel a quien Dios priva de juicio, o que queda aturdido por una calamidad enviada por la ira divina, enmudeció y marchó paso a paso a su tienda, donde sentado daba tiempo a lo que sucediera; hasta que puestos todos en fuga, acometieron los enemigos al campamento, peleando contra los que habían quedado en él de guardia. Entonces, como si recobrara la razón sin pronunciar, según dicen, más palabras que éstas: ¿Conque hasta el campamento?, se despojó de las ropas de general del ejército, mudándolas por las que a un fugitivo convenía y salió de allí. Qué suerte fue la que tuvo después, y cómo habiéndose entregado a unos egipcios recibió la muerte, lo declararemos en lo que acerca de su vida nos proponemos escribir.

Luego que César, entrando en el campamento de Pompeyo, vio los cadáveres allí tendidos de los enemigos, a los que todavía se daba muerte, prorrumpió sollozando en estas expresiones: "Esto es lo que han querido, y a este estrecho me han traído; pues si yo, Cayo César, después de haber terminado gloriosamente las mayores guerras hubiera licenciado el ejército, sin duda me habrían condenado". Asimismo Polcón dice que César pronunció estas palabras en latín en aquella ocasión, y que él las puso en griego; añadiendo que de los que murieron en la toma del campamento, los más fueron esclavos y que soldados no murieron sobre seis mil. De los infantes que fueron hechos prisioneros, César incorporó en las legiones la mayor parte, y a muchos de los más principales les dio seguridad, de cuyo número fue Bruto, el que después concurrió a su muerte, acerca del cual se dice que mientras no parecía estuvo lleno de cuidado, y que cuando después apareció salvo se alegró extraordinariamente.

Muchos prodigios anunciaron aquella victoria, pero el más insigne fue el sucedido en Tralis. Había en el templo de la victoria una estatua de César, y todo aquel terreno, además de ser muy compacto por naturaleza, estaba enlosado con una piedra dura, y se dice que nació una palma por entre la base de la estatua. En Padua, Cayo Cornelio, varón muy acreditado en la adivinación, conciudadano y conocido del historiador Tito Livio, casualmente aquel día estaba ejercitando en su arte augural, y en primer lugar supo, según refiere Livio, el momento de la batalla, y dijo a los que se hallaban presentes: "Ahora se agita la gran cuestión, y los ejércitos vienen a las manos". Después, pasando a la inspección y observación de las señales, se levantó gritando con entusiasmo: "Venciste, César", y como los circunstantes se quedasen pasmados, quitándose la corona de la cabeza, dijo con juramento que no volvería a ponérsela hasta que el hecho diese crédito a su arte. Livio confirma la relación de estos sucesos.

César, habiendo dado libertad a la nación de los tesalios en gracia de la victoria, siguió el alcance a Pompeyo, y llegado al Asia dio también la libertad a los de Gnido en honor de Teopompo, el que recopiló las fábulas; y a todos los habitantes del Asia les perdonó la tercera parte de los tributos. Habiendo arribado a Alejandría, muerto ya Pompeyo, abominó la visita de Teodoto, que le presentó la cabeza de Pompeyo; y al recibir el sello de éste no pudo contener las lágrimas. De los amigos y confidentes del mismo, a cuantos andaban errantes o habían sido hechos prisioneros por el rey les hizo beneficios y procuró ganarlos. Así es que escribiendo a Roma, a sus propios amigos les decía que el fruto más grato y más señalado que había cogido de su victoria era el salvar a algunos de aquellos ciudadanos que siempre le habían sido contrarios. Acerca de la guerra que allí tuvo que sostener, algunos la gradúan no solamente de no necesaria, sino además de ignominiosa y arriesgada por solos los amores de Cleopatra; pero otros culpan a la gente del rey, y principalmente al eunuco Potino, que gozando del mayor poder, había dado muerte poco antes a Pompeyo, había hecho alejar a Cleopatra y con mucha reserva estaba armando asechanzas a César; a lo que se atribuye el que éste hubiese empezado a pasar las noches en francachelas para atender a la custodia de su persona. Por otra parte, Potino bien a las claras decía y hacía cosas en odio de César que no podían tolerarse; porque haciendo dar a los soldados provisiones malas y añejas, decía que sufrieran y aguantaran, pues comían de ajeno; y para los convites no ponía sino utensilios y vajillas de madera y de tierra, porque los de oro y plata estaban, decía, en poder de César por un crédito. Porque es de saber que el padre del rey actual había sido deudor de César por diez y siete millones quinientas mil dracmas, de las que había perdonado César a sus hijos los siete millones quinientas mil; pero pedía los diez millones restantes para mantener al ejército. Decíale Potino que se marchara y atendiera a sus grandes negocios, que ya le restituiría el dinero con acción de gracias; pero César le respondió que no le hacían falta los consejos de los egipcios, y reservadamente hizo venir a Cleopatra.

Tomó ésta de entre sus amigos para que la acompañase al siciliano Apolodoro, y embarcándose en una lanchilla se acercó al palacio al mismo oscurecer; mas como dudasen mucho de que pudiera entrar oculta de otra manera, tendieron en el suelo un colchón y, echada y envuelta en él Apolodoro lo ató con un cordel; y así entró por las puertas hasta la habitación de César; y se dice que ésta fue la primera añagaza con que le cautivó Cleopatra; y que vencido de su trato y de sus gracias la reconcilió con el hermano, negociando que reinaran juntos. Después ocurrió que asistiendo todos a un festín, dado con motivo de esta reconciliación, un esclavo de César que le hacía la barba, hombre el más tímido y medroso de los mortales mientras lo examina todo, escucha y curiosea, llegó a percibir que se habían puesto asechanzas a César por el general Aquila y el eunuco Potino. Averiguólo César, por lo que puso guardias en su habitación y dio muerte a Potino; pero Aquila huyó al ejército. El primer peligro que corrió en esta guerra fue la falta de agua, porque los enemigos tapiaron los acueductos. Interceptáronle después la escuadra y se vio precisado a superar este peligro por medio de un incendio, el que de las naves se propagó a la célebre biblioteca y la consumió. Fue el tercero que habiéndose trabado batalla junto al Faro saltó desde el muelle a una lancha con el objeto de socorrer a los que peleaban; pero acosándole por muchas partes a un tiempo los egipcios tuvo que arrojarse al mar, y con gran dificultad y trabajo pudo salir a salvo. Dícese que teniendo en esta ocasión en la mano varios cuadernos, como no quisiese soltarlos aunque se sumergía, con una mano sostenía los cuadernos sobre el agua y con la otra nadaba, y que la lancha al punto se hundió. Finalmente, habiéndose el rey incorporado con los enemigos, marchó contra él; y trabando batalla le venció, siendo muchos los muertos, y no habiéndose sabido qué fue del rey. Dejó con esto por reina de Egipto a Cleopatra, que de allí a poco dio a luz un hijo, al que los de Alejandría dieron el nombre de Cesarión, y marchó a la Siria.

Trasladado desde allí al Asia, supo que Domicio, vencido por Farnaces, hijo de Mitrídates, había huido del Ponto con muy poca gente, y que Farnaces, sacando el mayor partido de la victoria, y teniendo ya bajo su mando la Bitinia y la Capadocia, se encaminaba a la Armenia llamada Menor, poniendo en insurrección a todos los reyes y tetrarcas de aquella parte. Marchó, pues, sin dilación contra él con tres legiones; y viniendo a una reñida batalla junto a la ciudad de Celia, a Farnaces lo arrojó del Ponto en precipitada fuga y destrozó enteramente su ejército; y dando parte a Roma de la prontitud y celeridad de esta batalla, lo ejecutó en carta que escribió a Amincio, uno de sus amigos, con estas solas tres palabras: vine, vi y vencí, las cuales, teniendo en latín una terminación muy parecida, son de una graciosa concisión.

Regresó en seguida a la Italia, subió a Roma cuando ya estaba cerca de su término el año para el que se le había nombrado segunda vez dictador, siendo así que antes nunca esta magistratura había sido anual. Designósele cónsul para el siguiente, y se murmuró mucho de él, porque habiéndose sublevado los soldados hasta el extremo de dar muerte a los generales Cosconio y Galba, aunque los reprendió, llegando a llamarles ciudadanos y no militares, les repartió, sin embargo, mil dracmas a cada uno, y les adjudicó por suertes una gran porción de terrenos en la Italia. Poníanse además a su cuenta los furores de Dolabela, la avaricia de Amincio, las borracheras de Antonio y la insolencia del Cornificio en hacerse adjudicar la casa de Pompeyo, y darle después más extensión, como que no cabía en ella; porque todas estas cosas disgustaban mucho a los romanos; mas por sus miras respecto al gobierno, aunque no las ignoraba César ni eran de su aprobación, se veía precisado a valerse de tales instrumentos.

Catón y Escipión, después de la batalla de Farsalia, se refugiaron al África; y como allí reuniesen fuerzas de alguna consideración y tuviesen el auxilio del rey Juba, determinó César marchar contra ellos. Pasó, pues, en el solsticio de invierno a la Sicilia, y para quitar a los caudillos que consigo tenía toda esperanza de descanso y detención, puso su tienda en el mismo batidero de las olas, y embarcándose apenas hubo viento, dio la vela con tres mil infantes y muy pocos caballos. Desembarcados éstos, sin que lo entendieran, volvió a hacerse al mar por el cuidado de las restantes fuerzas; y encontrándose ya con ellas en el mar, las condujo al campamento. Llegó allí a entender que los enemigos estaban confiados en cierto oráculo antiguo, según el cual se tenía por propio del linaje de los Escipiones, que mandaba el ejército enemigo, o si con conocimiento y de intento quiso hacerse propio el agüero; porque tenía consigo a un ciudadano por otra parte oscuro y de poca cuenta, pero que era de la familia de los africanos y se llamaba Escipión Salución. A éste, pues, le daba el primer lugar en los encuentros como a general del ejército, precisándole a entrar muchas veces en lid con los enemigos y a provocarlos a batalla, porque no tenía pan que dar a su gente, ni había pasto para las bestias, sino que se veían precisados a mantener los caballos con ova marina despojada de la sal y mezclada con un poco de grama como un condimento, a causa de que los númidas, mostrándose a menudo y en gran número por todas partes eran dueños del país; y en una ocasión sucedió que se hallaban distraídos los soldados de la caballería de César a causa de que se había presentado un africano que ejecutaba cierto baile y tañía prodigiosamente la flauta, y ellos se estaban allí divertidos, entregando los caballos a los muchachos; y acometiendo repentinamente los enemigos, matan a los unos, y con los otros, que dieron precipitadamente a huir, llegan hasta el campamento, y a no haber sido porque a un tiempo César y Asinio Polión acudieron en su auxilio y contuvieron la fuga, en aquel punto hubiera acabado la guerra. En otra batalla que se trabó, y en la que llevaban los enemigos lo mejor, se dice que César aun portaestandarte que huía lo agarró del cuello y le hizo volver la cara, diciéndole; "Ahí están los enemigos".

Con estos felices preludios se alentó Escipión para querer dar batalla, y dejando a una parte a Afranio y a otra a Juba acampados a corta distancia, sobre un lago levantó fortificaciones para su campamento junto a la ciudad de Tapso, a fin de que en caso de una batalla les sirviera a todos de apoyo y refugio. Mientras él atendía estos trabajos, César, pasando con increíble celeridad por lugares cubiertos de maleza, y que apenas permitían pisarse, de éstos sorprendió y envolvió a unos, y a otros los acometió de frente; y habiéndolos destrozado a todos, aprovechó el momento y la corriente de su próspera fortuna; llevado de la cual, toma de un golpe el campamento de Afranio, y de otro saquea el de los númidas por haber dado a huir Juba; y habiéndose hecho dueño de tres campamentos y dado muerte a cincuenta mil enemigos en una partecita muy pequeña de un solo día, él no tuvo más pérdida que la de cincuenta hombres. Algunos refieren de esta manera lo ocurrido en esta batalla, pero otros dicen que César no se encontró en la acción, porque al ordenar y formar las tropas se sintió amagado de su enfermedad habitual; y que habiéndolo conocido desde luego, antes de llegar al estado de perturbación y de perder el sentido, aunque ya con alguna convulsión, se hizo llevar a un castillo de los que estaban inmediatos, y en aquel retiro pasó su mal. De los varones consulares y pretorios que huyeron después de la batalla, unos se quitaron a sí mismos la vida al ir a caer en manos de los enemigos, y a otros en bastante número les hizo dar muerte César luego que fueron aprehendidos.

Como tuviese vivo deseo de alcanzar y aprehender a Catón en vida, se apresuró a llegar a Utica, porque a causa de hallarse sin guarnición en aquella ciudad no tuvo parte en la batalla; mas habiendo sabido que Catón se había dado muerte, lo que no pudo dudarse es que se manifestó ofendido, pero cuál fuese la causa todavía se ignora. Ello es que prorrumpió en esta expresión: "No quisiera, oh Catón, que tuvieras la gloria de esa muerte, como tú no has querido que yo tenga la de salvarte la vida". El discurso que después de estos hechos y después de la muerte de Catón escribió contra él no da pruebas de que le mirase con compasión, o de que no le fuera enemigo; porque ¿cómo habría perdonado vivo a aquel contra quien cuando ya no lo sentía vomitó tanta cólera? Pero con todo, de la indulgencia con que trató a Cicerón, al mismo Bruto y a otros infinitos de los vencidos, quieren colegir que aquel discurso no se formó por enemistad, sino por cierta contienda política con la ocasión siguiente: escribió Cicerón el elogio de Catón y dio el título de el Catón a este opúsculo, que no era extraño fuese solicitado de muchos como escrito por el más elocuente de los oradores sobre el asunto más grande y más digno. Esto mortificó a César, que reputaba por acusación propia la alabanza de un varón que se había dado muerte por su causa. Escribió, pues, otro discurso en el que reunió contra Catón muchas causas y motivos y al que intituló el Anticatón. De estos discursos, uno y otro tienen, por César y por Catón, muchos que los buscan y leen con ansia.

Luego que volvió del África a Roma, lo primero que hizo fue dar grande importancia ante el pueblo al hecho de haber sojuzgado una región tan extensa, que contribuía cada año en beneficio del público con doscientas mil fanegas o medimnos áticos de trigo y ciento veinte mil arrobas de aceite. Después celebró sus triunfos, el Egipciaco, el Póntico y el Africano, concedido no por Escipión, sino por el rey Juba. Entonces Juba, el hijo de éste, fue llevado en el triunfo siendo todavía un niño, a consecuencia de lo cual le cupo la más feliz cautividad, pues que habiendo salido de entre los númidas bárbaros, llegó a ser contado entre los más instruidos de los historiadores griegos. En seguida de los triunfos hizo grandes donativos a los soldados y captó la benevolencia del pueblo con banquetes y espectáculos, dando de comer a todos en veintidós mil mesas; y por lo que hace a espectáculos, los dio de gladiadores y de combates navales en honor de su hija Julia, que había muerto mucho antes. Después de los espectáculos se hizo el censo o recuento de los ciudadanos, y en lugar de los trescientos veinte mil de los censos anteriores, sólo resultaron entre todos ciento cincuenta mil: ¡tan grandes males trajo la sedición, y tanta parte destruyó del pueblo! Sin que pongamos en cuenta las calamidades que afligieron al resto de la Italia y a las provincias.

Terminadas que fueron estas cosas, designado cuarta vez cónsul, marchó a España contra los hijos de Pompeyo, jóvenes todavía, pero que habían reunido un numeroso ejército y mostraban en su valor ser dignos de mandarle; tanto, que pusieron a César en el último peligro. La batalla, que fue terrible, se dio junto a la ciudad de Munda, y en ella, viendo César batidos a sus soldados y que resistían débilmente, corrió por entre las filas de los de todas armas, gritándoles que si habían perdido toda vergüenza lo cogiesen y lo entregasen a aquellos mozuelos. Por este medio consiguió, no sin grandes dificultades, que rechazaran con el mayor denuedo a los enemigos, a los que les mató más de treinta mil hombres, habiendo perdido por su parte mil de los más esforzados. Al retirarse ya de la batalla dijo a sus amigos que muchas veces había peleado por la victoria, y entonces por primera vez por la vida. Ganó César esta batalla el día de la fiesta de los Bacanales, diciéndose que en igual día había salido Pompeyo Magno para la guerra, y el tiempo que había mediado era el de cuatro años De los hijos de Pompeyo, el más joven huyó, y del mayor le trajo Didio la cabeza de allí a pocos días. Ésa fue la última guerra que hizo César, y el triunfo que por ella celebró afligió de todo punto a los romanos; pues no por haber domado a caudillos extranjeros o reyes bárbaros, sino por haber acabado enteramente con los hijos y la familia del mejor de los romanos, oprimido de la fortuna, ostentaba aquella pompa; y no parecía bien que así insultase a las calamidades de la patria, complaciéndose en hechos cuya única defensa ante los dioses y los hombres podía ser él haberse ejecutado por necesidad; así es que antes ni había enviado mensajeros ni escrito de oficio por victoria alcanzada en las guerras civiles, como si de vergüenza rehusase la gloria de tales vencimientos.

Con todo, cediendo ya a la fortuna de este hombre y recibiendo el freno, como tuviesen el mando de uno solo por alivio y descanso de los males de la guerra civil, le declararon dictador por toda su vida; lo que era una no encubierta tiranía, pues a lo suelto y libre del mando de uno solo se juntaba la perpetuidad. Cicerón en el Senado hizo la primera propuesta acerca de los honores que se le dispensarían,. y éstos eran tales que no excedían la condición humana; pero añadiendo los demás exceso sobre exceso, por querer compartir unos con otros, hicieron que el objeto de tales honores se hiciera odioso e intolerable aun a los más sufridos por la extrañeza y vanidad de los honores decretados; en la cual contienda no anduvieron más escasos que los aduladores de César los que le aborrecían, para tener después más pretextos contra él, y a fin de que pareciese que por mayores cargos se movían a perseguirle, sin embargo de que en lo demás, después de haber puesto fin a las guerras civiles, se mostró irreprensible; y así parece que no fue sin razón el haber decretado en su honor el templo de la Clemencia como prueba de gratitud por su bondad. Porque perdonó a muchos de los que habían hecho la guerra contra él, y aun a algunos les concedió honores y magistraturas, como a Bruto y a Casio, que ambos eran pretores; ni miró con indiferencia el que las imágenes de Pompeyo yaciesen derrocadas por el suelo, sino que las levantó, sobre lo cual dijo Cicerón que César, volviendo a colocar las estatuas de Pompeyo, había asegurado las suyas. Instábanle los amigos para que tuviera una guardia, y algunos se ofrecían a ser de ella; pero jamás convino en tal pensamiento, diciendo que más vale morir una vez que estarlo temiendo siempre. Para adelantar en benevolencia, que en su concepto era la mejor y más segura guardia, volvió otra vez a querer ganar al pueblo con banquetes y distribución de granos y a los soldados con establecimientos de colonias, de las cuales fueron las más señaladas Cartago y Corinto; habiendo hecho la casualidad que en cuanto a estas dos ciudades coincidiesen el tiempo de su ruina y el de su restauración.

De los ciudadanos más principales, a unos les ofreció consulados y preturas para lo venidero; a otros los acalló con algunos otros honores y dignidades; y a todos les hizo concebir esperanzas, para hacerles creer que si les mandaba era porque así lo querían: en términos que, habiendo muerto el cónsul Máximo, para un solo día que restaba del año, hizo nombrar cónsul a Caninio Rebilo; y como muchos fuesen a darle el parabién y acompañarle: "Apresurémonos —dijo Cicerón— a hacer estos cumplidos, antes que se nos anticipe a salir del consulado". Sus continuadas victorias no fueron parte para que su grandeza de ánimo y su ambición se contentaran con disfrutar de lo ya alcanzado; sino que siendo un incentivo y aliciente para lo futuro, produjeron designios de mayores empresas, y el amor de una gloria nueva como que ya se había saciado de la presente; así, su pasión no era entonces otra cosa que una emulación consigo mismo, como pudiera ser con otro, y una contienda de sus hazañas futuras con las anteriormente ejecutadas. Meditaba, pues, y preparaba hacer la guerra a los partos, y vencidos éstos por la Hircania, rodeando el mar Caspio y el Cáucaso, pasar al Ponto e invadir la Escitia; y recorriendo luego las regiones vecinas a la Germania, y la Germania misma, por las Galias volver a Italia, y cerrar este círculo de la dominación romana con el océano, que por todas partes la circunscribe. En medio de estos proyectos de guerra intentaba cortar el istmo de Corinto; y además de esto tomar debajo de la ciudad el Aniene y el Tíber y llevarlos por un canal profundo, que doblase un poco hacia Circeyos, al mar de Terracina, proporcionando de este modo corto y seguro viaje a los que hacían el comercio con Roma. Entraba también en sus planes, primero, dar salida a las lagunas Pontinas y Secianas, dejando tierras cultivables para muchos millares de hombres; segundo, correr diques con estacas sobre el mar próximo a Roma, y limpiando los bancos y escollos de la ribera de Ostia, hacer puertos y dársenas proporcionados para tan activa navegación.

La disposición del calendario y la rectificación de la desigualdad causada por el tiempo, examinadas y llevadas a cabo por él a la luz de una exacta filosofía, hicieron su uso muy recomendable; pues los romanos desde tiempos antiguos no sólo traían perturbados los periodos de los meses en cada un año, de manera que las fiestas y los sacrificios, alteradas las épocas poco a poco, venían ya a caer en las estaciones opuestas; sino que para el mismo año solar los más no tenían cuenta alguna; y los sacerdotes, que eran los únicos que la entendían, de repente y sin que nadie tuviera de ello conocimiento, entremetían el mes embolísmico, al que llamaban macedonio, introducido primero por el rey Numa para ser un pequeño y no cierto remedio de error padecido en la ordenación de los tiempos, según que en la vida de aquel rey lo dejamos escrito. Mas César, habiendo propuesto este problema a los mejores filósofos y matemáticos, por los métodos que ya entonces estaban admitidos, halló una corrección propia y más exacta, en virtud de la cual los romanos parece que son los que menos yerran acerca de esta anomalía del tiempo; y, sin embargo, aun esto dio ocasión de queja a los que censuraban y sufrían mal su poder, pues se cuenta que diciendo uno: "mañana sale la lira", le respondió Cicerón: "sí, según el edicto"; como que aun esto lo admitían por fuerza.

El odio más manifiesto y más mortal contra él lo produjo su deseo de reinar; primera causa para los más, y pretexto muy decoroso para los que ya de antiguo le tenían entre ojo. Los que andaban empeñados en negociarle la regia dignidad habían esparcido al intento la voz de que según los libros sibilinos, la región de los partos se sujetara a los romanos si éstos les hacían la guerra mandados por un rey, cuando de otro modo no había que intentarlo; y bajando César de Alba a Roma dieron el paso atrevido de llamarle rey. Mostróse incomodado el pueblo; y él, afectando disgusto, dijo que no se llamaba rey, sino César; y como con este motivo todo el mundo guardase silencio, pasó nada contento, ni con el mejor semblante. Habiéndosele decretado en el Senado nuevos y excesivos honores, sucedió que se hallaba sentado en los Rostros, que era el lugar donde se daba audiencia; y dirigiéndose a él los cónsules y los pretores, a los que siguió todo el Senado, no se levantó, sino que como quien da audiencia a los particulares, les respondió que los honores que le estaban concedidos más necesitaban de reducción que de aumento. Este suceso desagradó no solamente al Senado, sino también al pueblo, que en el Senado miraba despreciada la república; así es que se marcharon altamente irritados todos los que no tenían necesidad de permanecer; de manera que César, reflexionando sobre ello, se retiró al punto a casa y dijo en voz alta a sus amigos, retirando la ropa del cuello, que estaba preparado a ofrecerlo al que quisiera presentarse. Después se excusó de lo pasado con su enfermedad, diciendo que el sentido de los que la padecían no puede estar en su asiento cuando les es preciso hablar de pie a la muchedumbre, sino que fácilmente se conmueve y altera, padeciendo vértigos, y estando expuestos a quedarse privados; pero esto no fue así, sino que queriendo César levantarse al Senado, se refiere haber sido detenido por Cornelio Balbo, uno de sus amigos, o por mejor decir de sus aduladores, quien le dijo: "¿No te acordarás de que eres César? ¿Ni dejarás que te respeten como corresponde a quien vale más que ellos?"

Agregóse a estos incidentes el insulto hecho a los tribunos de la plebe; porque se celebra la fiesta de los lupercales, acerca de la cual dicen muchos que en lo antiguo era fiesta pastoril, bastante parecida a otra también Lupercal de la Arcadia. Muchos de los jóvenes patricios, y de los que ejercen magistraturas, corren a una por la ciudad desnudos, hiriendo por juego con correas no adobadas a los que encuentran. Pónenseles delante de intento muchas mujeres de los primeros ciudadanos, y como en una escuela presentan las palmas de las manos a sus golpes, por estar persuadidas de que esto aprovecha a las que están encinta para tener buen parto y a las que no tienen hijos para hacerse embarazadas. Era César espectador de estos regocijos, sentado en la tribuna en silla de oro, y adornado con ropas triunfantes; y como a Antonio por hallarse de cónsul le tocase ser uno de los que ejecutaban la carrera sagrada, cuando llegó a la plaza y la muchedumbre le abrió calle, llevando dispuesta una diadema enredada en una corona de laurel, la alargó a César, a lo que se siguió el aplauso de muy pocos que se conoció estaban preparados; mas cuando César la apartó de sí, aplaudió todo el pueblo. Vuelve a presentarla; aplauden pocos: la repele; otra vez todos. Desaprobada así esta tentativa, levántase César y manda que aquella corona la lleven al Capitolio. Viéronse de allí a poco sus estatuas ceñidas con diademas reales, y dos de los tribunos de la plebe, Flavio y Marcelo, acudieron y las despojaron; e inquiriendo y averiguando quiénes eran los primeros que habían saludado a César con el título de rey, los llevaron a la cárcel. Seguíalos el pueblo dándoles aplausos, y les apellidaba otros Brutos, aludiendo a haber sido Junio Bruto el que rompiendo la sucesión de los reyes y aboliendo la monarquía, trasladó el supremo poder al Senado y al pueblo. Ofendido César de esta conducta, privó de la magistratura a Flavio y a Marcelo; y haciéndoles cargo de ella, para insultar de paso al pueblo, los trató muchas veces de Brutos y Cumanos.

En este estado vuelven los más los ojos hacia Marco Bruto, que por parte de padre parecía ser de aquel linaje, y por parte de madre del de los Servilios, casa también muy principal, y que era al mismo tiempo yerno y sobrino de Catón. Para que él por sí mismo intentara la destrucción de la nueva monarquía debían retardarle los honores y beneficios recibidos de César, pues no sólo consiguió salvarse después de la fuga de Pompeyo, y con sus ruegos alcanzó el perdón de muchos de los de aquel partido, sino que gozaba cerca de él de la mayor confianza. De su mano había recibido la primera de las preturas e iba a ser cónsul al cuarto año, siendo preferido a Casio, que compitió con él; porque se refiere haber dicho César que Casio alegaba más justicia, pero él no dejaría en blanco a Bruto. Así en una ocasión, habiéndole denunciado algunos a Bruto, cuando ya la conjuración estaba formada, no hizo caso, sino que pasándose la mano por el cuerpo, dijo a los denunciadores: "Bruto aguarda este cuerpo", dando a entender que aunque por su virtud lo creía digno de mandar, no temía que por el mando se hiciera ingrato y malo. Mas los que aspiraban a la mudanza, aunque desde luego pusieron la vista en Bruto, o solo o el primero, no se atrevía a proponérsela, sino que por la noche llenaban el tribunal, y la silla curul en que como pretor daba audiencia, de billetes, que por lo común se reducían a esto: "¿Duermes, Bruto? Tú no eres Bruto". Como Casio percibiese que con ellos poco a poco se iba inflamando su ambición, le visitaba con más frecuencia que antes, y le estimulaba también por las causas particulares de odio que tenía contra César, que eran las que en la Vida de Bruto tenemos manifestadas. A su vez, César tenía sospechas de Casio; tanto, que en una ocasión dijo a sus amigos: "¿Qué os parece que trae Casio entre manos? Porque a mi no me agrada mucho al verle tan pálido". Y se cuenta que otra vez, habiéndosele hecho delación contra Antonio y Dolabela sobre que intentaban novedades, respondió: "No tengo ningún miedo a estos gordos y de mucho cabello, sino a aquellos pálidos y flacos", diciéndolo por Casio y por Bruto.

A lo que parece, no fue tan inesperado como poco precavido el hado de César, porque se dice haber precedido maravillosas señales y prodigios. Por lo que hace a los resplandores y fuegos del cielo, a las imágenes nocturnas que por muchas partes discurrían, y a las aves solitarias que volaban por la plaza, quizá no merecen mentarse como indicios de tan gran suceso. Estrabón el filósofo refiere haberse visto por el aire muchos hombres de fuego, y que el esclavo de un soldado arrojó de la mano mucha llama, de modo que los que le veían juzgaban se estaba abrasando; y cuando cesó la llama, se halló que no tenía ni la menor lesión. Habiendo César hecho un sacrificado, se desapareció el corazón de la víctima, cosa que se tuvo a terrible agüero, porque por naturaleza ningún animal puede existir sin corazón. Todavía hay muchos de quienes se puede oír que un agorero le anunció aguardarle un gran peligro en el día del mes de marzo que los romanos llamaban los Idus. Llegó el día, y yendo César al Senado, saludó al agorero y como por burla le dijo: "Ya han llegado los Idus de marzo", a lo que le contestó con gran reposo: "Han llegado, sí, pero no han pasado". El día antes lo tuvo a cenar Marco Lépido, y estando escribiendo unas cartas, como lo tenía de costumbre, recayó la conversación sobre cuál le era mejor muerte, y César, anticipándose a todos, dijo: "La no esperada". Acostado después con su mujer, según solía, repentinamente se abrieron todas las puertas y ventanas de su cuarto, y turbado con el ruido y la luz, porque hacia luna clara, observó que Calpurnia dormía profundamente, pero que entre sueños prorrumpía en voces mal pronunciadas y en sollozos no articulados; y era que le lloraba, teniéndole muerto en su regazo. Otros dicen que no era ésta la visión que tuvo la mujer de César, sino que estando incorporada con su casa una torre, que según refiere Lidio se le había decretado por el Senado para su mayor decoro y majestad, la vio entre sueños destruida, sobre lo que se acongojó y lloró. Cuando fue de día, rogó a César que si había arbitrio no fuera al Senado, sino que lo dilatara para otro día; y si tenía en poco sus sueños, por sacrificios y otros medios de adivinación examinara qué podría ser lo que conviniese. Entró también César, a lo que parece, en alguna sospecha y recelo, por cuanto no habiendo visto antes en Calpurnia señal ninguna de superstición mujeril, le advertía entonces tan afligida; y cuando los agoreros, después de haber hecho varios sacrificios, le anunciaron que las señales no eran faustas, resolvió enviar a Antonio con la orden de que se disolviera el Senado.

En esto Decio Bruto, por sobrenombre Albino, en quien César tenía gran confianza, como que fue por él nombrado heredero en segundo lugar, pero que con el otro Bruto y con Casio tenía parte en la conjuración, recelando no fuera que si César pasaba de aquel día la conjuración se descubriese, comenzó a desacreditar los pronósticos de los agoreros y a hacer temer a César que podría dar motivo de quejas al Senado contra sí, pareciendo que le miraba con escarnio, pues si venía era por su orden; y todos estaban dispuestos a decretar que se intitulara rey de todas las provincias fuera de Italia, y fuera de ella llevara la diadema por tierra y por mar; "y si estando ya sentados —añadió—, ahora se les diera orden de retirarse, para volver cuando Calpurnia tuviese sueños más placenteros, ¿qué sería lo que dijesen los que no le miraban bien? ¿De quién de sus amigos oirían con paciencia si querían persuadirles que aquello no era esclavitud y tiranía? Y si absolutamente era su ánimo mirar como abominable aquel día, siempre sería lo mejor que fuera, saludara al Senado y mandara sobreseer por entonces en el negocio". Al terminar este discurso, tomó Bruto a César de la mano y se lo llevó consigo. Estaban aún a corta distancia de la puerta, cuando un esclavo ajeno porfiaba por llegarse a César, mas dándose por vencido de poder penetrar por entre la turba de gentes que rodeaba a César, por fuerza se entró en la casa, y se puso en manos de Calpurnia diciéndole que le guardase hasta que aquél volviera, porque tenía que revelarle secretos de grande importancia.

Artemidoro, natural de Gnido, maestro de lengua griega, y que por lo mismo había contraído amistad con algunos de los compañeros de Bruto, hasta estar impuesto de lo que se tenía tramado, se le presentó trayendo escrito en un memorial lo que quería descubrir; y viendo que César al recibir los memoriales los entregaba al punto a los ministros que tenía a su lado, llegándose muy cerca, éste le dijo a César: "Léelo tú solo y pronto; porque en él están escritas grandes cosas que te interesan". Tomólo, pues, César, y no le fue posible leerlo, estorbándoselo el tropel de los que continuamente llegaban, por más que lo intentó muchas veces; pero llevando y guardando siempre en la mano aquel solo memorial, entró en el Senado. Algunos dicen que fue otro el que se lo entregó, y que a Artemidoro no le fue posible acercarse, sino que por todo el tránsito fue estorbado de la muchedumbre. Todos estos incidentes pueden mirarse como naturales sin causa extraordinaria que los produjese; pero el sitio destinado a tal muerte y a tal contienda, en que se reunió el Senado, si se observa que en él había una estatua de Pompeyo, y que por éste había sido dedicado entre los ornamentos accesorios de su teatro, parece que precisamente fue obra de algún numen superior el haber traído allí para su ejecución semejante designio. Así se dice que Casio, mirando a la estatua de Pompeyo al tiempo del acontecimiento; le invocó secretamente, sin embargo de que no dejaba de estar imbuido en los dogmas de Epicuro; y es que la ocasión, según parece, del presente peligro, engendró un entusiasmo y un afecto contrarios a la doctrina que había abrazado. A Antonio, amigo fiel de César y hombre de pujanza, lo entretuvo afuera Bruto Albino, moviéndole de intento una conversación que no podía menos de ser larga. Al entrar César, el Senado se levantó, haciéndole acatamiento; pero de los socios de Bruto unos se habían colocado detrás de su silla, y otros le habían salido al encuentro como para tomar parte con Tulio Cimbro en las súplicas que le hacía por un hermano que estaba desterrado; y efectivamente le regalaban también, acompañándole hasta la misma silla. Sentado que se hubo, se negó ya a escuchar ruegos; y como instasen con más vehemencia, se les mostró indignado; y entonces Tulio; cogiéndole la toga con ambas manos, la retiró del cuello, que era la señal de acometerle. Casca fue el primero que le hirió con un puñal junto al cuello; pero la herida que le hizo no fue mortal ni profunda, turbado como era natural en el principio de un empeño como era aquél; de manera que volviéndose César, le cogió y detuvo el puñal, y a un mismo tiempo exclamaron ambos, el ofendido en latín: "Malvado Casca, ¿qué haces?", y el ofensor en griego a su hermano: "Hermano, auxilio". Como éste fuese el principio, a los que ningún antecedente tenían les causó gran sorpresa y pasmo lo que estaba pasando, sin atreverse a huir ni a defenderle, ni siquiera a articular palabra. Los que se hallaban aparejados para aquella muerte todos tenían las espadas desnudas; y hallándose César rodeado de ellos, ofendido por todos, y llamada su atención a todas partes, porque por todas sólo se le ofrecía hierro ante el rostro y los ojos, no sabía a dónde dirigirlos, como fiera en manos de muchos cazadores; porque entraba en el convenio que todos habían de participar, y como gustar de aquella muerte, por lo que Bruto le causó también una herida en la ingle. Algunos dicen que antes había luchado, agitándose acá y allá y gritando; pero que al ver a Bruto con la espada desenvainada se echó la ropa a la cabeza y se prestó a los golpes, viniendo a caer, fuese por casualidad o porque le impidiesen los matadores, junto a la base sobre que descansaba la estatua de Pompeyo, que toda quedó manchada de sangre; de manera que parecía haber presidido el mismo Pompeyo el suplicio de su enemigo, que tendido expiraba a sus pies traspasado de heridas, pues se dice que recibió veintitrés; y muchos de los autores se hirieron también unos a otros mientras todos dirigían a un solo cuerpo tantos golpes.

Cuando le hubieron acabado de esta manera, el Senado, aunque Bruto se presentó en medio como para decir algo sobre lo sucedido, no pudiendo ya contenerse, se salió de aquel recinto, y con su huida llenó al pueblo de turbación y de un miedo incierto; tanto, que unos cerraron sus casas otros abandonaron las mesas y caudales, y todos corrían, unos al sitio a ver aquella fatalidad y otros de allí después de haberla visto. Antonio y Lépido, que pasaban por los mayores amigos de César, tuvieron que retirarse y acogerse a casas ajenas; mas Bruto y los suyos, en el calor todavía de la empresa, ostentando las espadas desnudas salieron juntos del Senado y corrieron al Capitolio, no a manera de fugitivos, sino risueños y alegres, llamando a la muchedumbre a la libertad y abrazando a los que de los principales ciudadanos encontraban al paso. Algunos hubo que se juntaron e incorporaron con ellos, y como si hubieran tenido parte en la acción querían arrogarse la gloria, de cuyo numero fueron Cayo Octavio y Léntulo Espínter. Estos pagaron más adelante la pena de su jactancia muertos de orden de Antonio y de Octavio César, sin haber gozado de la gloria porque morían; pues que nadie los había creído y los mismos que los castigaron no tomaron venganza del hecho, sino de la voluntad. Al día siguiente bajaron del Capitolio Bruto y los demás conjurados; y habiendo hablado al pueblo, éste escuchó lo que se decía sin mostrar que improbaba ni aprobaba lo hecho, sino que se veía en su inmovilidad que compadecía a César y respetaba a Bruto. El senado, después de haber publicado ciertas amnistías y convenios a favor de todos, decretó que a César se le reverenciara como a un dios, y que no se hiciera ni la menor alteración en lo que había ordenado durante su mando. A los conjurados les distribuyo las provincias y les dispenso los honores correspondientes, de manera que todos creyeron haber tomado la república consistencia y haber tenido las alteraciones el término más próspero y feliz.

Abrióse el testamento de César y se encontró que a cada uno de los ciudadanos romanos dejaba un legado de bastante entidad; con esto y con haber visto el cadáver cuando lo pasaban por la plaza despedazado con tantas heridas, ya la muchedumbre no guardo orden ni concierto, sino que recogiendo por la plaza escaños, celosías y mesas, hicieron una hoguera y, poniendo sobre ella el cadáver, lo quemaron. Tomaron después tizones encendidos y fueron corriendo a dar fuego a las casas de los matadores. Otros recorrieron toda la ciudad en busca de estos para echarles mano y hacerlos pedazos; mas no dieron con ninguno de ellos, sino que todos estaban bien resguardados y defendidos. Sucedió que un ciudadano llamado Cina, amigo de César, había tenido, según dicen, en la noche anterior un sueño muy extraño, porque les parecía que era convidado por César a un banquete, y que excusándose era tirado por este de la mano contra su voluntad y resistiéndose. Cuando oyó que en la plaza se estaba quemando el cadáver de César, se levanto y marcho allá por honrarle, no obstante que tenía presente el ensueño y estaba con calentura. Violo uno de tantos; y a otro que le preguntó, le dijo cómo se llamaba; este otro, y en un instante corrió por todos que aquel era uno de los matadores de César, porque realmente entre los conjurados había un Cina del mismo nombre; tomándole por éste le acometieron sin detenerse y le hicieron pedazos. Concibiendo de aquí temor Bruto y Casio, sin que hubiesen pasado muchos días, se ausentaron de la ciudad. Que fue lo que después hicieron y padecieron hasta el fin, lo hemos declarado en la Vida de Bruto.

Muere César a los cincuenta y seis años cumplidos de su edad, no habiendo sobrevivido a Pompeyo mas que cuatro años; sin haber sacado otro fruto que la nombradía y una gloria muy sujeta a la envidia de sus conciudadanos de aquel mando y de aquel poder tras el que toda su vida anduvo entre los mayores peligros y que apenas pudo adquirir; pero aquel buen Genio o Numen que mientras vivió cuido de él, le siguió después de su muerte para ser vengador de ella, haciendo huir, y acosado por mar y por tierra a los matadores hasta no dejar ninguno; y antes acabando con cuantos con la obra o con el consejo tuvieron parte en aquel designio. De los acontecimientos puramente humanos que en este negocio sucedieron, el más admirable fue el relativo a Casio; porque vencido en Filipos se pasó el cuerpo con aquella misma espada de que usó contra César. De los sobrehumanos, el gran corneta que se dejó ver muy resplandeciente por siete noches inmediatamente después de la muerte de César, y luego desapareció, y el apocamiento de la luz y fuerza del sol. Porque en todo aquel año su disco salió pálido y privado de rayos, enviando un calor tenue y poco activo; así el aire era oscuro y pesado por la debilidad del calor que lo enrarece, y los frutos se quedaron imperfectos inmaturos por la frialdad del ambiente. Mas lo que principalmente demostró no haber sido grata a los dioses la muerte dada a César fue la visión que persiguió a Bruto, y fue en esta manera: estando para pasar su ejército desde Abido al otro continente, descansaba por la noche en su tienda como lo tenía de costumbre, no durmiendo, sino meditando sobre las disposiciones que debía tomar; pues se dice que entre todos los generales Bruto fue el menos soñoliento y el que por su constitución podía aguantar más tiempo en vela. Pareció, pues, haberse sentido algún ruido hacia la puerta, y mirando a la luz del farol, que ya ardía poco, se le ofreció la visión espantosa de un hombre de desmedida estatura y terrible gesto. Pasmóse al pronto; pero viendo después que nada hacía ni decía, sino que estaba parado junto a su lecho, le preguntó quién era, y el fantasma le respondió: "Soy, oh Bruto, tu mal Genio, ya me verás en Filipos". Alentado entonces Bruto, "Te veré", le dijo, y el Genio desapareció al punto. Al prefinido tiempo, puesto en Filipos al frente de su ejército contra Antonio y Octavio César, vencedor en la primera batalla, destrozó y puso en dispersión a las tropas que se le opusieron, saqueando el campamento de César. Habiendo de dar segunda batalla, se le presentó otra vez el fantasma en aquella noche sin que le hablase palabra; pero entendiendo Bruto su hado, se abalanzó desesperadamente al peligro. No murió con todo peleando, sino que después de la derrota, retirándose a la eminencia de una roca se arrojó de pechos sobre su espada desnuda, y dando tino de sus amigos fuerza, según dicen, al golpe, de este modo perdió la vida.

Biografía:

CÉSAR, Cayo Julio (Roma, 100 a.C.-id., 44 a.C.)

Político, militar y escritor romano. Miembro de la antigua familia patricia Julia, tuvo como maestro al célebre gramático y retórico Marco Antonio Grifón y desde muy joven participó en la vida pública romana. En el 84 a.C. casó con Cornelia, hija de uno de los enemigos de Sila, y, tras negarse a repudiarla como pretendía el dictador, huyó a Asia (82 a.C.). A la muerte de Sila (78 a.C.), volvió a Roma y destacó por su defensa de los derechos de las clases populares de la ciudad y por su oposición a la política del partido aristocrático en el poder, pero las deudas le obligaron a marchar a Rodas, donde estudió oratoria junto al sabio Molón (77-75 a.C.). En el 74 a.C. mandó el ejército que venció a Mitríades VI, rey del Ponto, victoria que le valió ser nombrado tribuno militar. Nuevamente en Roma, sus dotes oratorias cautivaron al pueblo y le permitieron ocupar diversos cargos públicos: cuestor en Hispania (69 a.C.), edil curul (65 a.C.) y pontífice máximo (63 a.C.).

Aunque se sospechó su implicación en la conjura de Catilina, que se proponía asesinar a los cónsules, la carrera política de César continuó en ascenso: en el 62 a.C. se convirtió en pretor, y al año siguiente partió hacia la Hispania Ulterior como propretor, magistratura que le proporcionó en poco tiempo una cuantiosa fortuna con la que pudo saldar las numerosas deudas que lo acuciaban. De regreso en Roma, en el 60 a.C., pactó con Pompeyo, un valeroso general, y Craso, un rico ciudadano, la formación del primer triunvirato. Como triunviro, promulgó varias leyes agrarias en favor de los soldados licenciados y ejerció un fuerte control sobre el Senado. Entre los años 58 y 54 a.C. conquistó las Galias y sometió a celtas, galos, germanos y helvecios, y realizó una expedición a Britania, campañas que le reportaron un gran prestigio militar. Tras la crisis política que estalló en Roma a la desaparición del triunvirato a raíz de la muerte de Craso en Siria (53 a.C.), en el 52 a.C. el Senado nombró dictador a Pompeyo, quien intentó mermar el poder de César ordenando la disolución de sus legiones. Éste, sin embargo, decidió cruzar el río Rubicón, límite entre la Galia Cisalpina y la península Italiana, y marchar con sus tropas sobre Roma, acción que inició la cruenta guerra civil que lo enfrentó a Pompeyo y a la oligarquía senatorial (49 a.C.). En pocos meses, se apoderó de la península y entró en Roma, donde fue nombrado primero dictador y, posteriormente elegido cónsul. A principios del 48 a.C., una vez vencidos los pompeyanos de Hispania en Ilerda, César persiguió a su oponente hasta Grecia y lo derrotó en Farsalia (9 de agosto). En su huida hacia Oriente, Pompeyo se refugió en la corte egipcia, donde murió asesinado poco antes de la llegada de César, quien, durante su estancia en Egipto, apoyó a Cleopatra VII en el enfrentamiento de ésta con su hermano Tolomeo XIII. Tras vencer a los últimos pompeyanos en África (Tapso, 46 a.C.) y luego en Hispania (cerca de Munda, 45 a.C.),
César se convirtió en dictador perpetuo y emprendió una política destinada a limitar el poder del Senado, sanear las finanzas del Estado y el acceso a las magistraturas, reformar el sistema monetario, mejorar el gobierno de las provincias y fomentar la celebración de juegos públicos en Roma. El 15 de marzo del 44 a.C. murió apuñalado en el Senado por un grupo de republicanos opuestos a su poder autocrático. Como escritor, destacan sus Comentarios sobre la guerra de las Galias (Commentarii de bello gallico, 52-51 a.C.) y los Comentarios sobre la guerra civil (Commentarii de bello civile, 45 a.C.), que constituyen fuentes de información histórica de inestimable valor.

Citas: «Los hombres tienden a creer aquello que les conviene.»

Olimpia de Épiro (375-315 a.C.), esposa y madre de dioses.

Olimpia de Épiro (375-315 a.C.), esposa y madre de dioses. Apenas se sabe nada de la verdadera personalidad de la madre de Alejandro Magno, la reina Olimpia de Epiro, el país balcánico que la vio nacer. El último estudio en español que conocemos apenas la considera [1]. La biografía que el escritor Sátiro de Callatis había consagrado a Filipo II de Macedonia y a sus siete esposas, un siglo después de su muerte, se ha perdido, por lo que las noticias que se conservan de los protagonistas de esta historia son muy parciales.

Por: Dra. Ana Mª Vázquez Hoys, profesora titular de la UNED.

En general, los escasos fragmentos históricos que han llegado a nuestros días son bastante contrarios a esta mujer. La leyenda de Olimpia, tal vez difundida por sus numerosos enemigos, sobre todo Casandro, tiñe su personalidad de obscuros matices, tachándola sobre todo de violenta y neurótica, presentándola como dominada por supersticiones y brujerías.

En realidad, estas voces contrarias solo son las voces de la envidia y el desconocimiento del personaje histórico y su entorno y sus circunstancias o, tal vez, como sucede a menudo en la historia de los personajes femeninos del mundo antiguo, porque lo que en un hombre se consideran virtudes, como la capacidad de lucha contra sus enemigos, sus dotes políticas y el enfrentarse a poderosos enemigos y vencerlos, se consideran en las mujeres tradicionalmente como factores negativos de su personalidad, achacándolo generalmente al manejo de "malas artes", como si el hecho de sobrevivir en un mundo hostil, utilizando las mismas armas que los enemigos masculinos fuera en las mujeres un demérito, fruto, no de la preparación, el arrojo, la valentía o la capacidad política, sino fruto de las "artes de la brujería". Olimpia, madre de Alejandro Magno, fue la ÚNICA responsable de que su hijo PUDIERA LLEGAR A CONSEGUIR EL TRONO DE MACEDONIA. Así pues, ni bruja ni manipuladora. Simplemente, una buena política, que supo jugar sus cartas y las de su hijo. Que aprovechó las circunstancias y sufrió sus consecuencias. Logró que su único hijo fuera rey. Y que de ser Alejandro logrará ser Alejandro el Grande.

1. La opinión negativa sobre Olimpia

Tal sucede, por ejemplo, con la opinión peyorativa que se emite al relatar la participación de la reina en los ritos de Sabazio, el dios mistérico tracio de la fertilidad y la vida eterna, asimilado con Dioniso-Baco.

En estos ritos, las bacantes, blandiendo serpientes, el animal ritual del dios Sabazio, participaban en ceremonias campestres que comprendían, entre otras cosas, la muerte del dios y su despedazamiento, siendo comido por las bacantes, en un rito que se asemeja mucho a la "comunión" cristiana, sin ir más lejos, siendo todo recuerdo, posiblemente, de un ancestral rito antropofágico que ya había perdido sus características primitivas en época histórica.

Lo que si es cierto es que Olimpia fue una de las primeras grandes princesas y reinas macedonias y helenísticas que tuvieron influencia en la vida política de sus países, como subraya Grace Macurdy [2], para quien la primera mujer macedonia que interviene en lides políticas fue Eurídice I, madre de Filipo II de Macedonia, inaugurando un papel nada despreciable en política que más tarde seguirían otras reinas orientales hasta Cleopatra VII.

2. Las primeras noticias: de Políxena a Myrtale

Dichas noticias sobre Olimpia nos relatan que la princesa, cuyo nombre de soltera fue Políxena ([3]), en honor de la joven hija de Príamo, sacrificada en la tumba de Aquiles, nació hacia el año 375 a.C. y era hija del rey de Molosia, Neoptolemo.

Huérfana de padre y madre, vivió hasta su matrimonio en Epiro, bajo la tutela de su tío Arribas, rey de Molosia. El matrimonio con Filipo de Macedonia, dispuesto por su tío, la convertía en prenda de amistad con la vecina Macedonia y también en rehén que garantizase las buenas relaciones entre los dos países vecinos, al tiempo que aseguraba a Macedonia la salida al mar por su parte occidental.

3. La reina Olimpíade-Estratónice

Convertida a los 19 años en la reina del más poderoso país balcánico, como primera esposa (en rango, que no en orden) de Filipo II, con el nombre de Myrtale, lo cambió por el de Olímpíade en memoria de la victoria que alcanzaron los caballos de Filipo II en Olimpia justo el día del nacimiento de Alejandro (y aún adoptaría otro nombre: el de Estratonice, en honor de la victoria obtenida en defensa de su nieto Alejandro IV (el hijo de Roxana), frente a su rival Eurídice, aliada con los sucesores de Casandro).

Así pues, Olimpia-Polixena-Miytale-Estratonice, quiso y pudo hacer valer sus derechos dinásticos y los de su hijo tanto sobre Epiro como sobre Macedonia, derecho que en muchos momentos fueron cuestionados, ya que incluso en la corte macedonia se consideraba a Alejandro un bastardo.

4. Los hijos de Filipo y Olimpia

Y dió a Filipo dos hijos: Alejandro, nacido en el año 356 y Cleopatra, nacida en el año 353, que se sumaron, con Alejandro de Epiro, hermano de la propia Olimpia, trece años más joven que ésta y más tarde rey de los molosos, a los otros niños de la corte macedonia, los citados Karano (que solo aparece en Justino XI, 2, 3) y Arrideo, hijos de Filipo y otras mujeres y el joven Amintas, sobrino de Filipo, hijo de su hermano Pérdicas III y para muchos el verdadero heredero de la corona macedonia, hasta el nacimiento de Europe, un cuarto hijo( o hija), nacido de su última esposa, la joven macedonia Cleopatra, sobrina de Atalo. Este último hijo de Filipo, que tendría poco más de un año al morir el rey, sería el presunto/a futuro/a heredero/a legítima frente al ilegítimo Alejandro Magno, aunque no sobrevivió mucho a su padre, ya que fue hecho asesinar, junto a su madre, por la misma Olimpia, a la muerte de Filipo.

5. La actuación política de Olimpia

La lógica ambición política de esta mujer en favor de su hijo, en un mundo de hombres que deseaban la corona para sí mismos, ha hecho que fuese denigrada. Creemos, sin embargo, que su actuación histórica fue fruto de una lógica existente en su momento en Macedonia y en Oriente y fue más oriental que propiamente griega y, por tanto, incomprendida para los historiadores y, sobre todo, caldo de cultivo para su imagen peyorativa.

En época de Olimpiade, efectivamente, y en su entorno, el que ejercía el poder, hombre o mujer, no debía ni podía excluir la posibilidad del asesinato político, fruto de la política del "matar o ser muerto" que propiciaba la monarquía electiva, aunque fuese esta elección realizada entre los miembros de una rama familiar. Por tanto, Olimpiade u Olimpia, no fue una asesina sin más, sino que hizo lo mismo que los otros reyes de su época. Como sucedía en la corte persa, en los harenes persas y asirios o, más modernamente, en los harenes turcos o en las monarquías visigodas. En todas ellas y muchas más, la política de la eliminación de los posibles rivales al ascender al trono un rey por parte de sus partidarios ha sido algo tan común que huelgan las explicaciones. ¿Por qué Olimpia, pues, fue juzgada, denostada y condenada?.

Si he de dar mi opinión, creo que porque su hijo murió pronto y tuvo que defenderse sola y además perdió. Pero sobre todo, la historia no le ha perdonado ser mujer. Y además, el hecho de ser la madre de Alejandro el Grande. Y la mujer de otro gran rey: Filipo de Macedonia, que no tuvo nada que envidiar a su hijo. Ya que, en realidad, fue el artífice de toda la preparación del ejército macedonio, que, al morir Filipo II, ya había pasado a Asia.

6. La reina repudiada

Aislada y repudiada por Filipo, su status personal pasó de ser reina a ser solo la madre del heredero de Filipo, heredero oficial tras la batalla de Queronea. Pero este papel del príncipe Alejandro debía cambiar también al nacer el hijo de la joven nueva esposa de Filipo. Ello llevaría a Olimpíade a ser, tal vez, parte lógica de la conjuración que terminó con la vida del rey macedonio, aunque no existan pruebas de la afirmación que haría de la madre y el hijo los perfectos y lógicos instigadores de tal muerte, aunque ella, por aquel entonces, no se encontraba en Macedonia, ya que en 337-336 había vuelto a su país, donde reinaba su hermano Alejandro desde 442, tras la boda de Filipo y Cleopatra.

7. La madre del nuevo rey

Olimpíade volvió de su exilio voluntario en Épiro al conocer la noticia de la muerte de Filipo, a los cuarenta y seis años, en otoño del 336, (la reina tenía entonces treinta y nueve) y mostraba su satisfacción sin inhibiciones ante tal pérdida, que la desembarazaba de su enemigo, a la par que la convertía en madre del rey, la que, al más puro estilo persa, dominaría la situación en Macedonia. Y puede que también en Épiro, como madre de la nueva reina de y hermana mayor (y casi madre, puesto que con ella se había criado) del rey Alejandro.

Mientras Alejandro estaba fuera de la capital, ella mandó asesinar a la última esposa de Filipo , sobrina de Atalo , y a su hijo/a (Justino Ix, 7,12), hecho que Alejandro le reprochó, según el mismo Justino, aunque su mismo hijo mandaría asesinar a todos los miembros de la misma familia antes de partir hacia Asia, según relata el mismo historiador, líneas después (Justino XI, 5,1), puesto que Filipo los había colocado en puestos de responsabilidad en la corte macedonia.

La posición de la reina era entonces inmejorable. Desde el asesinato de su esposo a 331, Olimpia tuvo su mejor época, como regente de Macedonia, junto con Antípatro, que no dudaba en informar de sus desavenencias con la reina (Arriano VII, 12,6), quien finalmente se retiró a Epiro en 331.

A partir del año 334, Olimpia y Alejandro no volvieron a verse, al partir él para Asia, pero debieron mantener una nutrida correspondencia, a juzgar por la evolución de los hechos. Así, intervino la reina en el desfalco de Hárpalo y sobre todo tras la muerte de Alejandro, que la reina atribuyó a Antípatro, el regente que Alejandro había dejado en Macedonia, llevado a cabo por sus hijos Yolao y Casandro.

Este último, sobre todo, habría de ser su mayor enemigo y el que consiguió destruirla.

La comprometida situación de la reina a la muerte de su hijo la hizo pronunciarse en dos direcciones. En primer lugar, se constituyó en garante de la legitimidad de Alejandro IV, el hijo póstumo de Alejandro y Roxana y, en segundo lugar, emprendiendo una política de relaciones matrimoniales. Así, su hija Cleopatra, viuda de Alejandro de Epiro, debería casarse con el general Leonato, boda que impidió el propio Antípatro. Sin embargo, a la muerte de éste, su hijo Poliperconte invitó a Olimpia a regresar a Macedonia y a defender los derechos de su nieto Alejandro.

Pero, una vez más, el Destino le fue adverso y al caer en desgracia Poliperconte, Casandro pudo, al fin librarse de ella y de los últimos herederos de Alejandro.

La reina se había refugiado en Pidna, en el año 316, tras haber hecho asesinar a Eurídice, hija de Amintas y a Filipo Arrideo , rey de Macedonia a la muerte de Alejandro Magno, hecho que Casandro supo aprovechar, para volver contra ella al pueblo macedonio, que no olvidaba , sin embargo, que era la madre de Alejandro.

Con ella estaban en Pidna su nieto Alejandro, de ocho años y su madre, Roxana, de ventiseis años, su hijastra Tesalónica, de treinta y cinco años, con la que Casandro contraería matrimonio, ya que era hermana de Alejandro e hija de Filipo, además de Diadamia, hija de Eacidas, las hijas de Atalo y otras muchas mujeres y niños macedonios.

Su defensor, Eumenes había muerto. Ya no le quedaba nadie. Y confió su suerte a Aristono, una de los amigos de Alejandro. Vencido éste y abandonada por todos, Casandro la hizo matar por sus víctimas, a pedradas, en el año 315. Lo último que vieron sus ojos fue, detrás, el Golfo Sarónico, unas aguas siempre azules del mar Mediterráneo que la reina nunca cruzó para visitar a su hijo Alejandro, porque la muerte del rey los separó demasiado pronto. Enfrente, el monte Olimpo, cuyas cumbres se alzan orgullosas bajo el cielo de Piería. Y en él, su hijo, Alejandro, que ya era un dios, buen trabajo para una reina que era, al morir, sabía que ella misma ya formaba parte de la gloria y la inmortalidad, porque también era hija, esposa y madre de dioses.


Notas:

[1] GUZMAN GUERRA, A.-GÓMEZ ESPELOSÍN, F.J.: Alejandro Magno. De la historia al mito. Alianza Editorial, Madrid, 1997. En el capítulo II se refieren los autores a la influencia de Macedoni y Filipo, y sobre todo de Olimpia u Olimpíade, en las "tensiones de familia", p.35 y en la p. 37, en un apartado específico.

[2] MACURDY, G.H.: Hellenistic Queens. Oxford Univ. Press, London 1932.

[3] MACURDY op. cit. p. 23, cita a JUSTINo II, 7.13 y PLUTARCO, De Pyth. Or. 401.

También VAZQUEZ HOYS, A.Mª: Grecia desde el siglo IV, Alejandro Magno. El Helenismo. Madrid, UNED, 1993.