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Terrae Antiqvae

Los Pueblos ibéricos en la Alta Andalucía

Los Pueblos ibéricos en la Alta Andalucía De las fuentes históricas escritas y desde la arqueología, parece deducirse, para un momento anterior al siglo VI a.n.e. la existencia de un marco espacial de relaciones culturales durante el Bronce Final, que incluye puntos tan distantes como Huelva, es decir la zona nuclear tartéssica, y el levante peninsular. Las referencias a Mastia de Tarsis y la paridad de la cultura material documentada en el Valle del Guadalquivir, pero también en asentamientos como Penya Negra de Crevillente o Los Saladares de Orihuela, así podrían indicarlo.

Por Arturo RUÍZ RODRÍGUEZ y Manuel MOLINOS MOLINOS
del Centro Andaluz de Arqueología Ibérica. Universidad de Jaén

Parece difícil definir la existencia de un proyecto político tartéssico vinculado a una región tan extensa: los valles del Guadalquivir y Segura, tal y como podría interpretarse a partir de la lectura del periplo masaliota de Rufo Festo Avieno, pero si hubiera sido así se habría expresado culturalmente en la construcción de una etnia, aspecto este que avalaría la arqueología del bronce final para toda el área. También las mismas fuentes dibujan un panorama donde se perfilan diferentes entidades étnicas, unas aparentemente de mayor entidad territorial, como los propios tartessios o los mastienos, y otras que parecian tener un ámbito espacial mucho más limitado como, de Oeste a Este, cinetes, elbisinos, elbestios, etmaneos o ileates, entre otros.

La interpretación de las fuentes es compleja pero no es una cuestión baladí porque de su lectura podría realizarse una doble interpretación en base a la aparente contradicción del problema étnico planteado por los autores antiguos. Podría considerarse la existencia de una fragmentación étnica primaria y un intento de creación de nuevas unidades étnicas de orden superior territorialmente hablando, entre las que podríamos situar a tartessios y mastienos o incluso en un plano superior a la propia homogeneización de toda el área como tartéssica. Pero también cabría la posibilidad de que lo que Avieno recoge como ámbito tartéssico fuera en realidad la expresión de una etnia de antiguos orígenes, la tartéssica, que precisamente a partir del siglo VII a.n.e. o incluso algo antes, comenzara a fraccionarse dando lugar a otros grupos.

La arqueología ha constatado para el siglo VIII y fundamentalmente para el VII a.n.e. cambios en los sistemas de hábitat y de ocupación del territorio que evidencian una transformación en las estructuras del sistema social del final de la Edad del Bronce. De todos los cambios, el fenómeno de la nuclearización como consecuencia de un proceso múltiple de aglomeración aldeana es posiblemente el más importante y el que mejor puede leerse desde la arqueología. Efectivamente, durante esos siglos, con algunos antecedentes en las fases previas, comienza a producirse un fenómeno de aglomeración de la población aldeana en sitios, diversos en su tipología pero que en todos los casos se plantea con un denominador común: concentración en sitios dotados de buenas posibilidades estratégicas y económicas y donde o no había ocupación anterior o si la había, salvo algunas excepciones, era muy limitada respecto a la nueva situación.

Pero si la concentración aldeana era ya un factor de transformación del paisaje de primer orden, el siguiente paso, la construcción de grandes fortificaciones y el diseño en su interior de un auténtico plan de urbanización, fue aun más sintomático de los cambios que se estaban produciendo. El espacio fortificado se convirtió en el límite que a la postre acabaría definiendo las primeras ciudades de la antigua área tartéssica (?), creando también un nuevo modelo de asentamiento: el oppidum. Este, en sí mismo, en su estructura espacial y simbólica es el nuevo marco de las relaciones que desde el siglo VI a.n.e. definen a la sociedad aristocrática ibérica. Al convertirse en la única unidad de residencia y de control del territorio, en un proceso que comenzado en la fechas indicadas no culmina hasta inicios del siglo V a.n.e. es el ámbito espacial donde se dirimieron los conflictos que aristócratas y los clientes de estos sin duda plantearon en una sociedad de marcada desigualdad con la mayoría de la población sometida al régimen de la servidumbre clientelar.

Sin embargo el proceso no fue ni simultáneo en el tiempo ni con los mismos desarrollos: los diferentes planteamientos territoriales que se observan en la Alta Andalucía pueden vincularse con las diferencias en cuanto a la organización social y desarrollo socioeconómico que se presentaban entre las antiguas étnias preibéricas. Estas pudieron haber reaccionado de manera distinta al inicio del nuevo orden que se estaba configurando. Y así, aunque no estamos en condiciones de fijar nítidamente los límites entre las distintas unidades, la arqueología nos permite una aproximación al problema a partir de la lectura de los sistemas de ocupación del territorio en el área. De hecho, en la actual Provincia de Jaén se han documentado claramente dos modelos que comenzaron a configurarse en los momentos finales del s. VII a.n.e. y que se expresaron en todo su desarrollo a lo largo del s. VI a.n.e. Las claras diferencias entre uno y otro incluso han permitido establecer la hipótesis de la existencia de una frontera que pudo ser política pero más convincentemente étnica.

El estudio de la tipología del hábitat en la actual provincia de Jaén y en la vecina de Córdoba presenta, para los momentos finales del siglo VII e inicios del VI a.n.e. cuatro formas diferentes de asentamiento:

1. Oppida: poblados dotados de potentes y complejas fortificaciones y desarrollados sistemas de urbanización, con diferente tipología y tamaño como Torrejón (en torno a 2 has), Plaza de Armas de Puente Tablas (6 has) o Cerro Villargordo (16 has) o Torreparedones (10 has), corresponderían a esta categoría.
2. Torres: asentamientos de claro carácter estratégico, fortificados y con amplia visibilidad, pensados para controlar el territorio de forma articulada con los oppida, lo que conlleva su definición como torres. Entre estas pueden citarse el Cerro de la Coronilla de Cazalilla (Ruiz et alii 1983) o la Atalaya de La Higuera.
3. Asentamientos en llano: de reducidas dimensiones, apenas 1000 metros cuadrados en algunos casos, La excavación de uno de estos sitios, las Calañas de Marmolejo (Molinos et alii 1994), ha permitido fijar la tipología de los mismos: en llano, vinculados a las mejores tierras de la Campiña y Vega del Guadalquivir y sus afluentes desde el Sur, no presentan fortificación alguna y tienen una clara vinculación al sector agrícola que se deduce de su propia ubicación y de la tecnología asociada a su cultura material, lo que impide su especialización en otras actividades productivas, como en el caso de las Calañas en la fabricación de vajillas de cerámica gris a torno.
4. Aldeas: se documentan algunos asentamientos, de pequeño tamaño pero superiores a los asentamientos en llano, en torno a 0.5 has. En general no tienen un importante control territorial aunque en algunos casos pudieron haber estado dotadas de algún sistema de defensas o incluso de fortificación.

Esta tipología se modifica sustancialmente si en el análisis introducimos factores cronológicos y espaciales más precisos que los indicados:
1. En la mitad del siglo VII a.n.e. tanto en la Campiña de Jaén, como en la de Córdoba y en el área de la Vega del Guadalquivir el poblamiento fijó un único tipo de asentamiento que puede ya definirse como oppidum en algunos casos aunque en otros, como en Torreparedones, aun no había comenzado la construcción de la fortificación: fue el momento final de la aglomeración aldeana iniciada en fases anteriores.
2. A finales del siglo VII a.n.e., coincidiendo con la formación de los oppida, se produjo en torno a este asentamiento (Murillo 1994; Molinos et alii 1994) y a otros del área occidental, la aparición de un importante número de asentamientos en llano. Este tipo de hábitat se convierte en el elemento, junto con los oppida, que más claramente caracteriza la ocupación del territorio. En la zona oriental el único tipo de asentamiento siguió siendo en exclusiva de tipo oppidum.
3. En los momentos iniciales del siglo VI o quizás en los años finales del VII a.n.e. en la zona oriental, se documenta un tipo de asentamiento que hasta este momento no había hecho su aparición en toda el área: las torres. Estas, junto con los oppida y las aldeas se distribuyeron desde el Salado de Porcuna en dirección a la Campiña jiennense, dibujando una red de relaciones visuales que permiten asegurar el carácter articulado de su distribución. En toda el área no se ha documentado ningún tipo de asentamiento agrario en llano de pequeñas dimensiones.
4. A mitad del siglo VI a.n.e. o incluso algo antes, en la zona occidental desaparecieron por completo los asentamientos en llano y se produjo una reestructuración de algunos de los grandes oppida, mientras que otros, de pequeño tamaño durante la fase anterior, lo aumentaron. No se advierten cambios en la Campiña de Jaén.
5. Durante la primera mitad del s. V a.n.e. las torres fueron abandonadas y con ellas el sistema articulado de control del territorio. El único tipo de asentamiento que pervivió fue el oppidum. Incluso algunas de las pequeñas aldeas que podrían identificarse para los momentos finales del s. VI a.C. desaparecieron.

Esta tan diferenciada definición del poblamiento a ambos lados del Arroyo Salado de Porcuna plantea varias posibilidades de interpretación. En lo que se refiere a los asentamientos en llano cabrían varias alternativas entre estas que se hubiera tratado de una colonización planteada desde oppida como Torreparedones o Montoro o incluso desde instancias políticas de orden superior, pero también cabe la posibilidad de que fuese una reacción de la familia celular ante los nuevos planteamientos de corte estamental que en la dirección de construcción del poder aristocrático se estaban produciendo en torno a las aglomeraciones aldeanas que comenzaban a perfilarse como oppida. Que el fenómeno no se produjera en la zona oriental podría relacionarse con la situación inmediatamente anterior a la construcción de los nuevos centros que sucedieron a la aglomeración aldeana y se vincularía en consecuencia una diferenciación étnica. Esta podría explicar la reacción de los oppida de la zona oriental, reacción que no tuvo que ser necesariamente consecuencia de un proyecto político sino más posiblemente una cuestión de solidaridad étnica ante el avance de los pequeños asentamientos hacia su territorio. Ello explicaría que pasado el aparente peligro y transcurridos ya algunos años, las torres fueran desmanteladas.

El paso del siglo VI al V a.n.e. supuso que, del mismo modo que en el tratamiento de la imagen había cambiado la estética de los reyes - dioses por la de los héroes, tal y como se advierte en el conjunto escultórico de Porcuna (Negueruela 1991; Ruiz 1998), en el espacio de los asentamientos, al integrar los restos de hábitat disperso -los hábitat agrarios de tipo aldeas que todavía quedaban en el territorio- en el interior de las fortificaciones, se configuró una forma de ocupación del territorio en el que la unidad de hábitat fue el oppidum. Este hecho fue indicador de una política por la que los aristócratas mostraban su poder por el numero de clientes que les rodeaban y le reconocían como reyes. Este proceso llevó a la ampliación del espacio urbanizado de los oppida, de hecho antiguas áreas abiertas del oppidum de Puente Tablas en el siglo VI a.n.e. pasaron a ser ocupadas con casas.

El urbanismo del "oppidum" de Puente Tablas deja ver tres zonas distintas en el espacio interior del sitio. En el centro de la meseta existió una trama urbana con las casas dispuestas en manzanas a lo largo de calles paralelas que corrían en dirección a la parte mas larga de la meseta, es decir de este a oeste; al este, entre la trama urbana y la muralla, se definió un espacio de carácter comunal, donde se rompía la dirección del conjunto de calles paralelas y pudieron existir estructuras como aljibes; por último al oeste, también entre el caserío y la zona que caía en pendiente sobre el río hubo una zona de carácter singular, que atribuimos al espacio de residencia aristocrático. La zona se separó además del resto de las residencias del poblado por una calle transversal a las que discurrían en dirección este - oeste, que en su proyección se dirigía a la puerta del poblado (Ruiz 1995; Ruiz y Molinos 1992).

No sabemos si el modelo que deja entrever el oppidum de Puente Tablas es generalizable a todo el territorio que hoy ocupa el Alto Guadalquivir o por el contrario este fue una excepción. Con todo, la forma amesetada del sitio giennense fue la más común en la Campiña Occidental desde el río Guadalbullón hasta el río Salado de Porcuna aunque los tamaños fueron muy distintos como demuestra la gran diferencia existente entre las dieciocho has. del cerro de Villargordo o la Ha. del Torrejón.

A diferencia del modelo de la Campiña de Jaén, al este del río Guadalbullón el patrón de asentamiento siguió un modelo de distribución longitudinal, marcado por el deambular del río Guadalquivir: Iliturgi o Cerro Maquiz en el encuentro de los ríos Guadalimar, Guadalbullón y Mengibar, Gil de Olid en Puente del Obispo, Úbeda la Vieja que se sitúa frente a la desembocadura del río Jandulilla en el Guadalquivir, Toya localizada en un punto rico en aguas entre el río Toya y el Guadiana Menor inmediatamente antes de desembocar en el Guadalquivir y Los Castellones de Mogón. En el río Guadalimar, cerca de Linares se localiza también Cástulo. A este grupo de oppida hay que sumar Cerro Alcalá en la Cabecera del río Torres.

Con la integración del hábitat disperso en los oppida durante el siglo V a.n.e. la zona oriental de Jaén tendió a un nuevo modelo de ocupación del territorio en el que lo característico fue reproducir con nuevas fundaciones de oppida el modelo del río Torres en el que existía un oppidum en la desembocadura sobre el Guadalquivir y otro en el tramo interior del río, cuanto mas próximo a la cabecera mejor, siempre que existieran condiciones aceptables para el desarrollo de la agricultura. De este modo en el río Jandulilla se fundó el oppidum" de la Loma del Perro, en el Guadiana Menor Castellones de Ceal y en el Guadalimar Giribaile.

Este proceso no fue tan simple tal y como lo muestra la fundación del santuario del cerro del Pajarillo (Molinos et alii 1998), que se situó en la cabecera misma del río Jandulilla, es decir en el lugar en el que varios subafluentes daban lugar al río. El sitio debió ser en épocas antiguas una zona lacustre y de hecho en el siglo IV a.n.e.. se documentan restos evidentes de aguas estancadas que alcanzaban hasta la misma base del cerro. Precisamente desde este punto y por la ladera de una pequeña colina se levantaba lo que hoy sin duda podemos catalogar como un espacio de culto. El área de culto se había separado del resto del espacio abierto con la construcción de un monumento, un falso frente fortificado, visualmente presidido por una torre a la que coronaba un conjunto escultórico en cuya escena principal un héroe luchaba contra un lobo ante grifos y leones que le protegían.

El monumento de El Pajarillo respondía a una cuestión política, ya que su clara definición de puerta, de control económico de una ruta que movía productos indicadores de poder y de coincidencia con un momento en que se transformó el poblamiento del valle, no son sino la suma de circunstancias que definieron el camino que las aristocracias de la zona oriental de Jaén emprendieron. De hecho a diferencia de los atomizados modelos de la Campiña en esta segunda área los programas de expansión política en el territorio fueron evidentes aun a pesar del escaso tiempo de funcionamiento del monumento de El Pajarillo.

Otros ejemplos nos lo confirman con mas detalle. Seguramente a fines del siglo V a.n.e. ya se habría iniciado un culto religioso en Despeñaperros (Prados 1994). El Collado de los Jardines que así es conocido en la actualidad es un abrigo que culmina la ladera de un cerro que se levanta sobre el mismo paso de Despeñaperros. El lugar debió de estar asociado a una fuente de agua natural. Las mismas características se repiten también, aunque parece que con una cronología algo mas tardía, mediados del siglo IV a.n.e. en el santuario de Castellar, también en el norte de la provincia de Jaén, en el Condado cerca del río Guadalimar. Los Altos del Sotillo es también un abrigo asociado a una fuente de agua natural y un punto de control de un puerto que abriría el Guadalimar hacia las vías agropecuarias que se dirigen al norte. Este papel de apertura de vías de paso entre el Valle del Guadalquivir y la Mancha, justificaría la definición romana de "Saltus Castulonense" y no de "Silva" que se dio a Sierra Morena, destacando su imagen de espacio salvaje controlable que fue aspiración desde Cicerón a Carlos III.

La cueva de la Lobera del Santuario de Castellar o de los Altos el Sotillo (Nicolini et alii 1987), al menos en el siglo III a.n.e. fue el núcleo del centro de culto y en su interior debieron depositarse o echarse los cientos de exvotos de bronce recogidos desde inicios de siglo. A la cueva se accedía por una rampa construida por grandes piedras. Se formaba así una terraza inmediatamente delante del abrigo que era la primera de otras tres que desde ella descendían hasta el llano. El urbanismo del santuario en la tercera de las terrazas no seguía un esquema de casas adosadas en manzanas o articuladas en calles, al modo que lo hemos valorado en los oppida; en realidad cada casa estaba aislada y separada de la casa dispuesta a su izquierda o a su derecha por un paso que ascendía seguramente con escalones hacia la rampa de la ultima terraza y se separaba de la casa que se situaba por encima o por debajo por su disposición en la terraza que le correspondía.

Desde el siglo III a.n.e. (Ruiz 1998) se vuelve a tener noticias de los nombres con que lo romanos conocieron a los iberos de la zona. Gracias a ello sabemos que los oretanos cubrieron el área norte de la provincia de Jaén, e incluso que, según Strabon (IV, 3, 2), Cástulo era un centro esencial. También Ptolomeo habla de los oretanos y en su lista de ciudades cita con localización segura en la provincia de Jaén los casos de Salaria en Ubeda la Vieja y Tugia en Toya, cerca de Peal de Becerro, los dos centros al sur del Valle del Guadalquivir y al este de la actual provincia. Si llegó a existir un territorio oretano parece evidente que este se dispuso al sur y al norte de Sierra Morena y por lo tanto que los santuarios se configuraron en el centro del territorio de esta etnia, posiblemente como centros de culto étnicos.

Una segunda opción se perfila si se vincula la existencia de estos centros de culto a la capacidad política del oppidum de Cástulo y no necesariamente a la existencia de un poder político territorial oretano. La etnia es una construcción histórica, por ello los oretanos pudieron haber existido con posterioridad al siglo III a.n.e.. o ser ya en ese siglo solo un residuo cultural de la etapa anterior. Este ultimo caso parece difícil de justificar por cuanto hubiera quedado reflejado el nombre en algunas de las fuentes históricas que informan sobre la configuración del panorama de los pueblos de la Península Ibérica entre los siglos VI-V a.n.e. En cambio la existencia de los oretanos o de Cástulo con anterioridad al siglo III a.n.e. no deja lugar a dudas. Los oretanos son citados en los primeros enfrentamientos entre los cartagineses y los indígenas porque un rey oretano, Orisson, fue el que programó la celada que llevó a la muerte al general cartaginés, Amilcar Barca, padre de Aníbal.

Coincide la puesta en marcha de los santuarios de Sierra Morena con un proceso que recuerda bastante la situación creada en el valle del río Jandulilla, porque precisamente en esos momentos se fundó un nuevo oppidum al noreste de Cástulo. Se trata de Giribaile un asentamiento situado en la confluencia de los ríos Guadalimar y Guadalen, en el término de Vilches (Gutiérrez 1996). La fundación del sitio coincidió con el momento en que se definió el territorio de Cástulo del mismo modo que al sur lo hizo Úbeda la Vieja con la fundación del oppidum de la Loma del Perro en el río Jandulilla o Tugia en el Guadiana Menor con la fundación de Castellones de Ceal (Chapa et alii, 1993). Es posible que estos primeros momentos partieron de un modelo territorial en cuyo límite se situaron centros de culto a héroes locales. Sin embargo mientras el modelo territorial entró en crisis en el valle del río Jandulilla, el valle del río Guadalimar, es decir el territorio de Cástulo, continuó su caracterización en el siglo III a.n.e. tal y como lo confirma el éxito de los santuarios que en ese momento alcanzaban su fase de mayor desarrollo. Es posible que el modelo fuera proyectado en su origen desde Cástulo para afirmar el control sobre su territorio, pero si paralelamente las relaciones políticas con los oretanos del norte de Sierra Morena se estrecharon, el hecho pudo llegar a reconvertir aquellos centros del gran oppidum en referente cultural de toda una etnia.

En consecuencia lo que comenzó en la parte oriental de la provincia de Jaén, por ser la proyección del modelo aristocrático sobre territorios superiores a los de los oppida, terminó en el caso al menos de Cástulo con la apertura de un proceso que pudo haber llegado a configurar territorios políticos muy amplios, identificables a nuevas etnias. La red política debió tener su base en causas religiosas, matrimoniales, militares o políticas que ampliaron la clientela, es decir la pirámide de dependencias e hicieron que los aristócratas de algunos oppida pasaran a ser clientes del aristócrata del oppidum dominante.

El resto de la zona no ha sido pródiga en información para el siglo III a.n.e. a pesar de ser escenario de la Segunda Guerra Púnica. En la Campiña de Jaén, entre el Salado de Porcuna y el río Guadalbullón, debió de continuar existiendo la amplia trama de oppida del siglo IV a.n.e. De hecho no se constatan experiencias de creación de territorios políticos superiores al oppidum y ello se deja notar porque en la zona se habla de bastetanos, que fueron los herederos directos de los mastienos que existieron en la época tartéssica y que hoy no parece posible identificarlos como un grupo con el mismo carácter étnico-político que tenían los oretanos, en suma si existieron unos bastetanos con capitalidad en Basti (Baza, Granada), como en muchas ocasiones se ha escrito, estos fueron una sección étnica.

Un grupo diferente de oppida conformado por Iliturgi, Córdoba o Ipolca y con ciertas dudas Tucci (Martos), que como Urgao (Arjona) pudo ser bastetano, formarían parte de los túrdulos. Se trataba de la zona que a fines del siglo VII a.n.e. constituyó un lado de la frontera, aquel que se situaba en parte de la provincia de Córdoba y en la Vega de río Guadalquivir y que pudo haber sobrevivido culturalmente, mientras los oppida continuaron con el sistema nuclear.
Un caso tambien complejo lo ofrece el Sur del río Guadalquivir entre las desembocaduras de los afluentes Guadiana Menor y Guadalbullón, es decir el cuadrante Suroriental de la actual provincia de Jaén. Tradicionalmente se ha indicado que centros como Tugia o Salaria eran oretanos y casos como Auringis (Puente Tablas?) Ossigi (Cerro Alcalá? entre Jimena y Mancha Real) o Mentesa Bastia (La Guardia) eran en cambio bastetanos. Sin embargo existe una referencia de Plinio sobre unos mentesanos (Plinio, III, 19) entre los oretanos y los bastetanos que no conviene olvidar. En primer lugar porque existen dos oppida llamados Mentesa Bastia, ya citado en la Guardia de Jaén y Mentesa Oretana en Villanueva de la Fuente en Ciudad Real, que si bien podían indicar por el segundo nombre su pertenencia a estos grupos étnicos sin embargo también podrían interpretarse como los centros que se nominaban por las dos etnias que les rodeaban. De hecho las tradiciones funerarias eran muy diferentes entre Cástulo y Tugia o Mentesa (Ruiz et 1992) pues el primero en el siglo IV a.n.e. contaba con monumentos sobre empedrados tumulares como en Estacar de Robarinas y el segundo grupo se caracterizaba por las tumbas de cámara o pozo como las de Toya o Castellones de Ceal. Por último hay referencias en la fuentes a un régulo ibérico, un príncipe aristócrata llamado Culchas (Livio, 28, 13; Polibio 11, 20), que gobernaba durante la segunda Guerra Púnica sobre veintiocho oppida y que participó en la guerra del lado romano sumándose con su ejercito de clientes en un punto no muy lejano a Cástulo (Ruiz 1998). La realidad es que con el desarrollo del sistema nuclear entre los siglos IV y II a. n. e. pudieron existir distintas experiencias en la gestación de las etnias, en unos casos con éxito y en otros sin desarrollo posterior.

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